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RELATOS DE TERROR DE NORA GUEVARA

 1. La cosa en el desagüe

2. El hallazgo

3. El sabor de la sangre

4. El vaso


LA COSA EN EL DESAGÜE

Ustedes juzguen, a partir de lo que a continuación voy a contarles, si estoy loca, si soy una sicópata, si estoy en medio de una espeluznante pesadilla o sufrí un siniestro ataque psicótico del cual sufro las consecuencias. 

 Todo comenzó hace varios meses, cuando comencé a sentir algunos malos olores que provenían del desagüe que está en la cocina de la casa que arriendo hace poco más de un año, en los suburbios del gran Santiago. Esta desagradable situación fue empeorando cada vez más, hasta que se convirtió en un problema de proporciones. Lo peor de todo es que, cada vez que llamo a mi arrendataria para que lo arregle, me dicen que está fuera de Chile, por lo que cuando el vivir rodeada de malos olores se me hizo insostenible, agregando a esto que ya hace un mes lavaba la loza y todo lo necesario para cocinar, en el pequeño baño de la casa, lo cual era muy complejo y muy poco higiénico y qué decir de dónde comía y guardaba los alimentos, en el living de la casa, por lo que atenazada con el problema, decidí solucionarlo por mí propia cuenta, no sin antes revisar algunos tutoriales en youtube que explicaban cómo hacerlo. 

 En realidad la solución resultó ser, en teoría, irrisoriamente simple, una nimiedad que podría haber solucionado hace tiempo, por lo que esa misma noche, después del trabajo, decidí arreglarlo. Mientras antes mejor, pensé, puesto que a esas alturas el agua no bajaba y, en el desagüe, además de la mugre y malos olores acumulados, pude ver una especie de líquido pastoso, burbujeante y espeso que subía hasta la superficie. 

 Luego de buscar un destornillador, unos palillos para raspar la mugre acumulada si era necesario, papel, un lavatorio de plástico y una bolsa para la mugre, saqué la tapa superior, tal como lo indicaba el video en mi celular. La tapa estaba asquerosamente impregnada una especie de mucosidad de color verde bilis, de la cual colgaba un fango negro y pegajoso de muy mal aspecto. Era tan nauseabundo que no pude contener las arcadas cuando lo traté de mirar mejor y al darme cuenta que el tubo estaba completamente tapado con esa cosa, observé el tubo del desagüe y pude darme cuenta que, al parecer, daba directo al alcantarillado, por lo que decidí sacarlo y limpiarlo afuera, para volver a colocarlo y limpiar, por fin, la cocina. Saqué el tubo y al rasparlo logré sacar un conjunto que cosas que parecían raíces impregnadas de restos humanos, fétidos y pegajosos, cuyo fuerte olor a descompuesto me hicieron sobre el mismo el fondo del conducto, también impregnado de ese compuesto. Contrariada con mi estómago y la mezcla de olores a los que agregaba el desagradable olor los alimentos agrios desparramados en el piso, decidí ponerme una mascarilla y guantes, para limpiar el repugnante desastre, pero no me fue posible, porque de improviso, hubo un corte general de luz, algo bastante común en un sector pobre como éste, en que muchas personas se cuelgan de los cables de la corriente pública para obtener electricidad. 

Ya se me estaba acabando la paciencia cuando decidí intentarlo una vez más. Tomé el celular para ver mejor, pero la batería estaba crítica por lo que, tanteando, moviéndose entre una mugre resbalosa, me moví buscando una caja de fósforos y un rancio trozo de vela que quedó del último corte de luz producto de las protestas. En esa ocasión, los manifestantes tiraron cadenas a los cables del alumbrado, que hicieron cortocircuito y nos dejaron tres días sin luz, todo para poder manifestarse y hacer fogatas sin ser vistos ni capturados. Recuerdo perfectamente que esa misma noche desapareció una adolescente de quince años que quemaba neumáticos y tiraba piedras, como parte de las acciones de la protesta, hasta que llegaron las fuerzas de orden y seguridad a dispersarlos con bombas lacrimógenas, que tiran desde los llamados guanacos y carros lanza aguas, también llamados zorrillos por los manifestantes, ya que arrojan aguas contaminadas mezcladas con gases a las personas para que tengan que ir por ayuda y abandonen las calles. 

 Regresando al tema, encendí la vela, la puse junto al lavaplatos y así, recostada sobre la mugre, humedecida con esos líquidos inmundos, metí el palillo por el espacio que da directo al desagüe, un espacio bastante estrecho en el que con suerte cabe mi puño y comencé a limpiar, empujando hacia abajo una cosa blanda y espesa, hasta que sentí, de la nada, un leve tirón y el palillo quedó atascado. Algo sorprendida por la sensación, decidí echar agua con el lavatorio, para limpiar los que había logrado soltar, pero fue peor, el desagüe se tapó y un agua pestilente comenzó a salir hacia arriba, saltando sobre mi cara. 

 Más asqueada todavía, vomité sobre los restos de verduras podridas, de grasa y otros alimentos, ya que en la posición en que me hallaba, de bruces dentro del mueble de cocina, no alcancé a salir y, apenas terminé de maldecir mi suerte sentí un eco que provenía del desagüe. Era un sonido lejano, débil y confuso, que semeja a una queja de dolor, casi un alarido. Abrumada y llena de terror, me arrastré hacia afuera, moviéndome como un sapo sobre toda esa asquerosidad acumulada que se me había impregnado en las piernas y las manos, pero esta vez no vomité, porque el terror me paralizaba. 

 La vela continuaba encendida a un costado del desagüe y miré hacia la vela, que parecía sisear debido a una leve brisa que emergía de las profundidades de la alcantarilla. Luego miré hacia el desagüe y pude notar que una mano humana, destrozada, deshaciéndose, con las uñas descarnadas, salía desde ese hoyo mientras lo que era un eco se transformaba en un grito brutal, un aullido gutural, que me heló la sangre. 

 Me hice de todo en los pantalones y resbalando en mi propia mierda, logré ponerme de pie y salir corriendo de la casa, pidiendo ayuda entre alaridos de loca y ahora, aquí me tienen, en urgencias, encadenada a una camilla, con dos guardias apostados en la cama, guardias y personal que me observa con el mismo asco y la misma repugnancia que yo sentí cuando vi manifestarse esa mano repulsiva en el desagüe de la casa, pero nadie me cree. Dicen que se me acusa del asesinato de una quinceañera cuyo cuerpo putrefacto apareció en la cocina de la pequeña casa. 

He oído murmurar a los auxiliares del aseo que comentan lo que se informa en las radios, en la televisión, en Instagram y otras redes: que la maté en mi propia casa y que la observé por meses pudrirse en la cocina, que era una enferma y que traté de deshacerme del cuerpo arrojándolo a la alcantarilla, que por eso la destruí, haciendo un gran hoyo en la cocina y, aunque lo he negado una y mil veces, nadie cree lo que digo. Solo me miran con desprecio, como a un bicho repulsivo del que hay que alejarse para no pegarse una enfermedad. La mayoría me mira con un miedo visceral. Por mi parte, desde ese día me niego a ir al baño y a cualquier parte en que haya un desagüe, por el miedo a volver a escuchar ese eco de ultratumba que me avisará que otra jovencita inexperta, que fue asesinada, luchó arrastrando su cuerpo putrefacto hasta la superficie para que encontrarme, pidiendo que se le haga justicia, sin sospechar que la justicia no existe y que, a mí, simplemente a mí, me acusaron de asesinarla y tener su cuerpo por meses en la cocina de la casa. A mí, a quien nadie escucha, porque es más fácil culparme de un crimen que no cometí, apresarme por años y cerrar el caso que seguir buscando a un asesino anónimo que probablemente vaga por allí acechando a su próxima víctima, mientras los oficiales y médicos se entretienen comentando los pormenores más monstruosos del caso con la prensa.

EL HALLAZGO

3. EL HALLAZGO 

En posición fetal, desnuda, con una serie de traumas y horribles quemaduras en el cuerpo fue encontrada en el kilómetro 22 que une Santiago de Chile con Isla Negra. Los paramédicos indicaron que los atacantes debieron pensar que estaba muerta cuando la arrojaron, desde un auto en movimiento, a la orilla del camino. 

Nadie lo sabe, pero a eso de las tres de la madrugada, dos desgraciados que detuvieron a orinar justo allí, en la orilla del camino, también la violaron, dejándola una vez más sola, al borde de la muerte. A esa misma hora, una pareja que por allí pasaba, observó la horrible escena que ocurría al costado del camino, pero en lugar de detenerse a prestar ayuda o dar aviso a las autoridades, siguió de largo. Dos horas y media más tarde, un profesor que conducía hacía su trabajo notó el cuerpo desnudo en el camino, se detuvo de inmediato, llamó a emergencias pidiendo ayuda y esperó junto a lo que creía era el cadáver desnudo de una mujer de mediana edad. 

 Casi no presentaba signos vitales cuando la ingresaron a urgencias. Tras una operación que duró más de seis horas, le reconstruyeron el himen, el ano y cerraron las profundas heridas que con cuchillos le hicieron en diferentes partes del cuerpo. Los traumas y las quemaduras fueron desinfectados durante el proceso quirúrgico, en que sufrió dos paros cardíacos. 

 Los uniformados, siguiendo las instrucciones del juez, la esposaron a la cama. Los médicos, que se opusieron férreamente en un principio, no pudieron hacer nada por la víctima. 

 Esa misma noche un policía armado se instaló a dormir en una silla afuera de la habitación, mientras adentro, la joven mujer se retorcía producto, hasta que repentinamente sus signos vitales se detuvieron, activando un aviso a la sala de guardia. 

Mientras el enfermero de turno se dirige a la habitación, ella se saca los aparatajes que, se supone, debieron mantenerla con vida. 

 El policía duerme. Ésta es la oportunidad perfecta para deshacerme de la estúpida, piensa el enfermero, que sonríe con desprecio cuando observa al policía echado, como un perro entumido, sobre la silla. Mientras abre la puerta del cuarto, se mete la mano en el bolsillo del delantal y desliza los dedos sobre la jeringa que lleva oculta. Cruza la puerta dispuesto a asesinarla, pero al ponerse junto a la cama, la encuentra vacía. A sus espaldas la puerta se cierra. Son las dos de la mañana. Mira hacia el lado derecho, y no ve nada. Hace un segundo esfuerzo y mira hacia el lado izquierdo. Tampoco. No se atreve a mirar hacia atrás, aunque siente que algo lo toca. Cierra los ojos para armarse de valor y, antes de abrirlos, algo húmedo y áspero se desliza por su cuello, al tiempo que dos huesudas manos lo toman por los hombros y le incrustan las garras hasta los huesos. El enfermero trata de gritar, pero aquello que está a sus espaldas estira el cuello, lo rodea y lo encara. ¡Es ella! La ha reconocido y tiembla de pavor al encontrarse con esos ojos inyectados en sangre. La mujer, como una criatura salvaje, le muerde la boca, arrancándole de cuajo la mandíbula inferior. El hombre siente cómo su propia sangre le humedece el pecho, le moja los pantalones y entibia las piernas. La criatura sonríe burlona, baja la cabeza y con sus garras castra al enfermero, que en la cúspide del dolor intenta detener el sangrado con sus propias manos. Ya de rodillas, incapaz de articular sonidos, la observa mientras ella mastica su mandíbula y escupe los dientes. La joven mujer, ahora un engendro, se sienta su lado y le dice: 
-Esto es entre tú y yo. 

El hombre, a punto de desmayarse, mete la mano derecha en el bolsillo y busca el timbre de emergencias, pero no alcanza a oprimirlo. El ser le agarra de la mano y se la corta. Después lo mira y, moviendo, el dedo índice de izquierda a derecha le susurra al oído: 
-No, no, no. Esto es algo entre tú y yo. 

Luego le indica que mire su mano. El enfermero la sigue su mirada y ve cómo ella, con esas horribles garras, le abre el estómago, le saca las tripas y se las refriega en la cara. Todo hiede en el cuarto de emergencias. 

Finalmente, la criatura se pone de pie, toma el cuerpo del hombre, lo zamarrea y lo azota contra las paredes del cuarto de emergencias, soltando una horrible carcajada que despierta al guardia que afuera duerme. 

-Esto es solo entre tú y yo-, le repite al oído, antes de aplastarle la cabeza con las manos. 

Cuando el guardia, por fin, abre la puerta solo encuentra un reguero de sangre y de restos humanos que indican que la justicia, a veces, es mucho más que un mero hallazgo. 



EL SABOR DE LA CARNE. 
MEMORIAS DE UNA ASESINA SERIAL

La carne, producto de consumo generalizado entre los seres humanos desde que la humanidad existe, es fundamental para el buen desarrollo de la salud. 

En este punto, quiero que les quede claro que no es mi intención hacer una diatriba sobre el origen de la humanidad. Nada más lejano a mis deseos. Lo que en realidad me convoca a escribir es mi necesidad de que comprendan, a través de un escrito preciso y objetivo, que los seres humanos, por biología, estamos destinados a alimentarnos de la carne de otros seres vivos y que, cualquiera que opine distinto está contradiciendo los principios más elementales de la biología humana, puesto que la ciencia indica, con toda claridad, que necesitamos de las propiedades nutricionales de la carne para construir y fortalecer nuestros músculos, para oxigenarnos de manera correcta y permitir que nuestro cuerpo convierta los alimentos en ese combustible que nos mueve y nos mantiene vivos y es, en este punto, en el que quiero detenerme, ya que ante un hecho tan claro y simple como este ¿Cómo es que me condenan por amar la carne? ¿Por qué creen que mi especial consumo de carne está mal y el de ustedes es el correcto? Lo que deseo es que, racionalmente se pongan en mi lugar y que, además usen sus células espejo y se miren, porque hay una verdad incuestionable tras esto: somos, por naturaleza, seres carnívoros y, si todavía viviéramos en estado salvaje (y conste que vivimos en junglas de cemento), cazaríamos bestias para alimentarnos, en lugar de criarlas en corrales para el consumo humano. ¿No es más humano cazar animales salvajes, que alguna vez fueron ser libres, que criarlos para comer? Y si hay algo que puedo asegurar, a estas alturas, es que la gente perdió el instinto cazador que nos caracterizaba como raza superior. La gente perdió la capacidad de reconocerse carnívora y perdió la capacidad de matar y, con ello, perdió el derecho de estar en la cúspide de la escala alimenticia. 

 Estoy segura que la mayor parte de ustedes, amables lectores, que han tenido la paciencia de seguir hasta aquí mis razonamientos son buenas personas, empáticas, que mientras leen intentan comprender qué me pasa, qué me hace sentir, para poder ayudarme o rescatarme. Bueno, ustedes han perdido la capacidad de torcer el pescuezo de un pollo para desplumarlo, de cortar el cuello a una vaca para luego despellejarla y faenarla y, estoy segura que no soportarían el olor a tripas que sale del interior de un animal muerto simplemente porque han sido domesticados. Ni más ni menos, amables lectores, ustedes son animales domesticados a los cuales los consumen a diario, como ocurre con algunas tribus africanas, que día a día poner una pajita en el agujero en el cuello de una cabra y beben un poquito de su sangre, para alimentarse, sin matarla, porque es matar a la gallina de los huevos de oro. ¿Ustedes, animales domesticados me estudian a mí, que voy directo a mi presa y la mato y no se extrañan ni estudian este sistema que es un gran carnívoro que los devora día tras día? Lo que deseo es que reconozcan a estas alturas y, antes de continuar con mis explicaciones, es esta verdad absoluta: que los seres humanos somos cazadores, somos depredadores, somos carnívoros y que quienes piensan diferente son bestias inferiores, unas simples y viles bestias domesticadas que se han convertido en presas y que no merecen llamarse bestias, sino que ganado. 

Asumo que a estas alturas ustedes se preguntarán ¿Hacia dónde se dirige esta mujer con estas extrañas divagaciones? ¿Estará haciendo el intento de que la declaren loca y le perdonen la vida, para pasar los siguientes años, cómoda, en un sanatorio? No, no, no, nada más lejos de lo que deseo hacer. Estoy tratando de ser racional, puesto que todo tiene una explicación lógica. Espero que les quede claro que no estoy tras las rejas por ser una estúpida ni una asesina desalmada, nada más lejos de lo real. Estoy aquí porque ustedes y todos quienes manejan los poderes del estado están equivocados y yo tengo la razón. Deben saber que eso que dicen me han dicho más de una vez: que si la mayor parte de las personas que te rodean piensan que tú estás equivocado, lo más probable es que estés equivocado es una burda falacia. La historia demuestra que muchas veces la mayoría se equivoca y muy pocos tiene la razón y son condenados por eso, o ¿Me van a negar que Copérnico estaba equivocado? ¿Me van a negar ahora, que la tierra era redonda a pesar de que la mayoría, en la antigüedad pensaba que era plana? Es por todo esto que necesito analicen y comprendan mis razones antes de emitir juicios definitivos sobre mi persona. 

Supongo que, en este momento, se estarán preguntando ¿Quién soy y por qué creo que puedo defenderme a mí misma? Mi respuesta es que debido a que yo soy yo, es decir, mi propia construcción, solo yo puedo defenderme. ¿Cómo me va a defender alguien que no me entiende? ¿Puede un pez defender a un pescador? ¿Puede un ave defender a un gato? Bueno, a mí, un ser humano superior y libre, no contaminado por la civilización, no me puede defender un animal domesticado, su mente, del tamaño de una nuez al lado de la mía, no es capaz de dimensionar mis razones y es por lo mismo, que yo me defiendo. Soy un ser que vive en esta inmensa granja que ustedes llaman civilización, pero no soy parte del ganado, soy una liba vestida de oveja, una liberta que se mueve entre los esclavos, estoy entre ustedes, pero no soy como ustedes. Yo no soy tú, yo soy yo. Una carnívora, una cazadora, una depredadora que contribuye a mantener el frágil equilibrio de este ecosistema. 

 Paso ahora, al segundo tema que me convoca: la injusta persecución a la que mi especie ha sido sometida por siglo debido a causas morales y religiosas. No es posible que toda una sociedad acepte esto como algo natural. No es posible que los códigos de justicia sean elaborados por los más débiles. Nuestro planeta está en peligro. Necesitan detener la sobrepoblación se ha transformado en el cáncer y, por lo mismo, mi existencia es necesaria y precisa, yo, entre ustedes soy una especie de halathuria spmifera, una hermosa especie que limpia el fondo de los mares, como yo limpio la superficie de este planeta y de esta ciudad, para ser más exacta y, al igual que este llamado pepino de mar, me alimento de lo que está en el fondo, sin escrúpulos, porque soy resistente y eficaz y ¿Así me lo agradecen? ¿Condenándome a muerte? ¿Han sacado la cuenta de cuántos asesinos, violadores, traficantes, abusadores, drogadictos y criminales he sacado de las calles? ¿Han sacado la cuenta de cuantos millones he ahorrado al Estado? Probablemente no, porque les han dicho que soy una asesina desalmada, una psicópata caníbal, una antropófoga y, sin embargo, soy su salvadora, pero las autoridades les han enseñado a temerme, porque prefieren que teman a mis víctimas, que a ustedes los mantienen encerrados, asustados y sumisos. Yo soy el camino de su liberación y no lo saben. Ustedes son como ese cordero que mira al amo pensando que lo protege, porque le da un techo y lo alimenta mientras crece y engorda, mientras le soba el lomo, sin sospechar que llegará el momento en que nada de lo que está más allá de las rejas le hará daño, porque es su amo quien lo reserva para el cuchillo afilado que le cortará el pescuezo. Yo soy el pez gobio que limpia los fondos de los océanos y, ellos son los ectoparásitos que deben ser consumidos. 

 Sé que todos ustedes tiemblan ante la presencia de seres como yo, pero no es a mí a quien deben temer. Es tiempo que reconozcan nuestra existencia y superioridad. Es tiempo de que tiemblen, porque es natural que las presas tiemblen ante la presencia de sus depredadores. 

Declaro, de manera pública, que amo la carne, que amo cazar, arrastrar y destazar a mis presas. Ver palpitar su carne mientras la corto, sentirla tibia en las manos es algo que ninguno de ustedes será capaz de comprender, porque sus sentidos se durmieron, están suprimidos. Yo, que siento placer al observar cómo la carne de mi presa se asa lento en una parrilla, que amor escuchar el chisporroteo de la grasa que se derrite y chorrea lento sobre el fuego, que amo ver cómo saltan chispas de colores entre las brasas, soy su salvación, pero ¿Qué pueden entender ustedes, animales domesticados de esto? Creo que los únicos que podrían comprenderme son las otras bestias que deambulan por las ciudades, los otros que son como yo, los no domesticados, los que somos puros, genuinos y primordiales. 

 Y no teman, no les guardo rencor, los entiende mejor y con más generosidad de lo que ustedes me comprenden a mí. Sé lo complejo que debe ser, para el común de las personas, darse cuenta que son animales domesticados que se mueven en una granja, con correas en el cuello: correas religiosas, políticas, valóricas, económicas. Correas con forma de casas, de joyas, de celulares y aplicaciones que mantienen informados a sus carniceros dónde están, qué comen, qué hacen, qué piensan, cuáles son sus gustos y necesidades, todo para faenarlos de una forma distinta y menos natural, en sus fábricas de producción. 

 Ustedes, humanos comunes y corrientes son presas, pero no lo saben, nunca dejaron de ser animales, son animales que coexisten en inmensas jaulas, amontonados, listos para que les expriman hasta la última gota de sangre y yo, simplemente soy quien los libera y los regresa a su estado natural. 

 Comprendo el miedo que estas declaraciones provocan en ustedes, estimados lectores, pero necesito que comprendan que aquí son ustedes los disociados y yo soy quien está en pleno dominio de sus facultades. 

 Si has llegado hasta aquí conmigo, amable lector, es quizá porque tienes valor, pues muy pocos se atreven a asomarse a los profundos abismos de mi mente. Lo sé, lo he sentido desde la infancia, porque desde la infancia vengo marcada para la diferencia. Siempre lo supe y lo oculté y, solo ahora, que me quedan unos días antes de ser ejecutada, lo escribo y lo describo, no para lograr inmortalidad a través de la fama o para pasar a la posteridad como el más interesante caso de estudio del que se tenga noticia, sino que para que me comprendan y se den cuenta que no soy tan diferente de ustedes, ya que finalmente, todos somos caníbales. La única diferencia que tenemos es que yo reconozco mi canibalismo y lo transformo en algo positivo, en un aporte a la humanidad y ustedes lo esconden, transformándolo en un crimen de odio contra mi persona. condenándome a mí. 

 Ustedes, que se escandalizan, espantan y hacen todo por eliminarme ¿Cómo no son capaces de reconocer la antropofagia que los habita? 

¿No existe al menos uno entre ustedes que extrae las energías positivas de los otros y la consume? De esta clase hay muchos. Los caníbales de la energía, que poco a poco consumen a los demás y ¿No consumen la alegría y el deseo de vivir las personas que hacen bullying a los más débiles? Les extraen su alegría de vivir y los hieren física y espiritualmente hasta matarlos. ¿Son o no son caníbales las personas que se empeñan en perjudicar a otras por un poco de poder? ¿No están consumiendo la bondad y la ética de quienes actúan con decencia y respeto a los derechos humanos? ¿No son caníbales los criminales que matan a otros para apropiarse de sus bienes? ¿No son caníbales quienes sacan su rabia y atacan, mienten y destruyen con su ira a quienes se transforman en el foco de sus bajas pasiones? ¿No cometen antropofagia los políticos que descuidan la salud de los más pobres y permiten que las enfermedades los maten por falta de atención? ¿No consumen los grandes empresarios a sus empleados diariamente al exprimirlos en horarios interminables de trabajo que solo consiguen desgastarlos tanto, que se terminan enfermando y muriendo? ¿No son caníbales los narcotraficantes y traficantes de personas que mandan a sus soldados a raptar, matar o vender personas como si fueran cosas? No lo nieguen, todos son antropófagos a su manera y, sin embargo, solo a mí me castigan.


EL VASO 

En la esquina de la mesa, un vaso. 

 Sé que alguien lo dejó allí y que, definitivamente, ese alguien no fui yo. 

Dicen que los lugares que habitamos indefectiblemente ya fueron habitados por otros Lo sé porque a mí me ocurren los hechos que cuento en un departamento nuevo. Mi departamento nuevo. Nadie vivió aquí antes de que yo llegara. Bajo este departamento hay al menos otros veinte propietarios. Ninguno ha muerto, por lo que me pregunto: ¿Quién habitó este trozo de tierra antes de que se construyera este edificio, antes de que hubiera ciudades, pueblos o aldeas? o ¿Quién y con qué intención puso ese vaso vacío precisamente en ese lugar? 

 Les aseguro que lo que guardado más de una vez y que cuando lo veo, otra vez, en la misma esquina de la mesa, dudo de mi cordura. Es por esto que, luego de meditarlo mucho, he llegado a la conclusión de que quien mueve los objetos es alguien anterior a mí, anterior a los edificios, a los homos sapiens, al homo erectus, algo anterior a los seres humanos. 

 A veces, contemplo el vaso desde lejos, con una inquietud que no me atrevo a definir; otras, intento acercarme a él, pero el miedo me paraliza, porque pienso que no es el vaso vacío lo que importa, sino todo lo que lo rodea e magino que está en un mundo paralelo que coexiste con el mío, un mundo que se hace evidente, a través de ese singular objeto o quizá solo sea un simple vaso que alguien dejó en otro lugar y se manifiesta, por mera coincidencia, en la mesa de mi comedor. Un vaso que guardo y desaparece y, que vuelve a aparecer en el mismo lugar, vigilando, esperando. 

Hoy he decidido destruirlo y terminar, de una vez por todas, con este ciclo aborrecible y, aunque no sé qué consecuencias tendrá esta acción, sé que debo hacerlo. Solo espero que este vaso deje de aparecer porfiadamente en mi mesa, como esperando ser descifrado, como queriendo decirme algo que no acierto a descubrir. 

Ha llegado el momento. Me pongo de pie, lo tomo, lo estrello contra la pared. Los vidrios saltan en cientos de pequeños trozos que se reparten por toda la habitación: en el piso, sobre la mesa, sobre la cajonera, sobre mi rostro, brazos y piernas. Trozos de vidrio que se multiplican en mi cuerpo como células cancerígenas, como úlceras varicosas que no paran de hincharse y sangrar. 

 Han pasado tres días y 12 horas. No puedo moverme. No puedo salir de mi departamento. El hambre me abraza. Los alimentos se acaban y el vaso sigue allí. Inalterable, terrible. No me atrevo a llamar a nadie. No quiero que vean en qué estado me encuentro. Tengo miedo a que entren y digan que nada es real. Que todo ocurre en mi mente. Tengo miedo a que las dimensiones se abran y se junten, provocando una catástrofe de proporciones. Tengo miedo a que mi carne se pudra y se caiga a pedazos. Tengo miedo a morir. 

 La fiebre me abrasa. No duermo. No me muevo. No me he bañado en días. Defeco y orino en el mismo lugar en el que duermo. Todo hiede a mi alrededor. Miro hacia la mesa y, el vaso, ahora impregnado en mis piernas necróticas y adoloridas, se ha transformado en un universo de bacterias sobre un cuerpo en descomposición que quizá alguien encuentre cuando la pestilencia inunde el piso. Sé que solo entonces echarán abajo la puerta y me encontrarán, con las piernas hinchadas, el estómago vacío, hundida como un insecto en un vaso vacío en una esquina de una habitación, esperando a que alguien tome mi lugar en este departamento que, como cientos y miles de departamentos, albergan a seres solos, cuyos mundos son una zona negra que existe al borde de la locura.

Video de relato EL HALLAZGO de Nora GUevara

Super agradecida de Elizabeth Reyes y las personas que con ella trabajan en el canal de youtu.be Seguidores de lo Extraño (México) que hicieron un excelente video con mi relato EL HALLAZGO. Es un trabajo muy bien realizado. De gran calidad y dramatismo, ha logrado más de 1500 visitas en 24 horas. Un equipo genial.

RELATOS DE CIENCIA FICCIÓN Y TERROR de Nora Guevara

ÍNDICE
1. El objeto parte 1 
2. El objeto parte 2 
3. El precio de los sueños 
4. La mujer de arena 


EL OBJETO. PARTE 1 Compramos, fruto del esfuerzo familiar de años, una casa en la hermosa ciudad de Valdivia, en Chile. Santiago ya nos tenía tan enfermos y agotados, que luego de jubilarnos, decidimos vender todo e irnos a un lugar mejor, en cuanto a calidad de vida. La multitud nos ahogaba, el trabajo nos exprimía, la contaminación nos enfermaba. En síntesis, la vida urbana nos estaba matando. Cuando, por fin viajamos decidimos viajar comenzamos a soñar con el río Calle Calle, con paseos por los parques nacionales más hermosos del mundo, con ver el mar, caminar sus amplias y bellas calles. Incluso nos imaginamos viviendo a las afueras de Valdivia, en un lugar apartado para hacerlo autosostenible. Imaginé que atrapábamos el agua en redes, cual si capturara bandadas de peces en los profundos océanos. Mi esposo soñaba con cultivar un pequeño huerto, yo, con recoger hongos con un libro sobre el reino fungi en las manos o caminar entre la neblina por los bosques de la región, los últimos bosques, que ahora son parques nacionales. Lo imaginé todo, menos lo que estaba a punto de ocurrir. Compramos una antigua casa de dos pisos con un pequeño ático en la zona rural de Valdivia, una zona no urbanizada, a la antigua. Se parecía tanto a mis los sueños de mi infancia y juventud, que no dudé en determinar que éste sería el lugar en que envejeceríamos juntos, moviéndonos, ya que en las ciudades se envejece sentado en una silla mirando la calle, secándose poco a poco en el silencio, la soledad y la inmovilidad y, al menos yo, temía terminar así. 

 Siempre quise ser escritora y, como los grandes románticos, escribir o pintar en un ático, pero ahora que habito esta casita, mis intereses se han trastocado, fruto de un fortuito descubrimiento que hice a días de instalarnos. 

 Los antiguos dueños de este inmueble, venerables ancianos, nos comentó la corredora de propiedades, le heredaron la propiedad a su único hijo, un ingeniero que vive en el extranjero y que hace al menos quince años que no viene a Chile. El matrimonio no tuvo más descendencia que ese hijo que ahora vive en Portugal. A él le compramos esta casita y la corredora nos la entregó tal cual la dejaron los ancianos. Nadie se interesó en ir retirar los muebles y pertenencias de los ancianos y, por lo mismo, el precio estaba tentadoramente rebajado. 

 Mi esposo quería deshacerse de todo lo antes posible, pero yo, la típica recolectora, la asidua visitante a ferias persa y de cachureos, me negué a tirar todo a la basura y logré convencerlo de que los de la mudanza dejaran en el patio todo lo que yo les fuera indicando, para poder revisarlo luego con calma. Todo lo que deseché, se lo llevó el camión de la mudanza y, no fueron pocos los objetos que seleccioné para mi posterior escrutinio, entre los que destacaban, sobre todo, cajas y baúles que preferí revisar más tarde, con calma, para buscar tesoros. Hay tanta literatura sobre tesoros encontrados entre los desechos de una vieja casa, que no iba a perder la oportunidad de una aventura de éstas y, por lo demás, amo los objetos antiguos y, si hay algo que ahora tenía, era tiempo. 

De los muebles de la sala, del comedor y los dormitorios rescaté un par de lámparas de época, una silla mecedora hecha por las mismas manos del anciano, dos pinturas hechas por la anciana, unos cuantos libros, una hermosa vitrina y un hermoso juego de té de porcelana. En el patio reservé unas seis cajas de cartón llenas de objetos pequeños, seguramente recuerdos de la juventud de los ancianos que podría enviar a su hijo o donar a un museo. También quedó, a la espera de mi escrutinio, un viejo baúl de metal cuya cerradura estaba reforzada por un bello candado de metal, cuya llave, probablemente, estaría en una de las cajas que aparté. 

Pasados unos días, luego de que todo estuvo instalado, listo para ser habitado, comencé a revisar las cajas, buscando las llaves del viejo baúl. Para mí, esta aventura debía nocturna, para estar sola y en calma, sin nadie que me observe o haga comentarios. Las búsquedas suelen ser búsquedas de pasado, de historias, de diálogo con los muertos y esto requiere de concentración y respeto. 

 En las cajas, tal como había previsto, encontré una gran llave de metal. La limpié y me dirigí de inmediato al baúl, el cual se abrió sin mayor dificultad. En su interior estaba todo empolvado. Se notaba que hacía mucho nadie lo había usado. Tomé uno a uno los objetos en él contenidos, todos guardados cuidadosamente en forros, bolsas o envueltos en trozos de tela y los fui colocando en fila, a un costado mío. Lo que más me llamó la atención, por su excesivo peso, fue un objeto envuelto con meticulosidad en un largo trozo de lienzo rojo. Intrigada, lo desenvolví. Era un tosco trozo de roca negra, más bien diría de metal negro. Los demás eran muchos papeles escritos a mano, en diferentes idiomas, unos más nítidos y otros, más borrosos, bastantes hojas arrancadas de sus libros, recortes de diarios, también escritos en diferentes idiomas, lo que me intrigó más aún. Todo indicaba que ésta no era una roca cualquiera, solo debía averiguar qué era y mi aventura podría comenzar. Debido a que siempre me ha causado gran placer resolver enigmas y buscar la causalidad de todo, es que para mí esto era singularmente atractivo. 

 Antes de proseguir con mi relato, creo que es correcto informarles que soy una persona que cree en la magia, aunque me doy cuenta de que no todo es mágico. Sí tengo la capacidad de ver señales en donde otros no las ven y de determinar cuándo son los suficientemente significativas como para prestarles atención. Me detengo en esto para que comprendan por qué le presté especial atención a estos objetos.

 Volviendo al tema, les puedo comentar que, además de los llamativos recortes que registraban la caída de aerolitos en diferentes partes del mundo y de algunas hojas manuscritas, acompañadas de extraños signos, inequívocamente mágicos, encontré algunos bolsitos con mezclas de hierbas, velas, restos disecados de origen biológico y gran variedad de pigmentos. Vaya misterio con el que me topado a estas alturas de mi vida, celebré para mis adentros. Tendremos entretención para bastantes años, me decía con regocijo. Esto distaba bastante de lo que había presagiado, equivocadamente, como el cansino preámbulo de la vejez. 

 Como les iba contando, el extraño trozo de roca era especialmente pesado. Lo tomé en las manos y lo sentí vibrar. Tuve que reprimir un grito y, casi sin pensarlo, lo envolví nuevamente en la larga tela roja y lo guardé, como si guardara un pecado inconfesable. Sé que los meteoroides presentan en su composición minerales únicos que no existen en el planeta tierra y que, a veces, esos metales producen vibraciones y, también sé que, fruto de mi incontrolable don, a veces puedo ver, sentir o escuchar cosas que el común de las personas no ve, siente o escucha. Esta es una de las paradojas con las que he tenido que vivir toda mi vida, de ahí que usted, estimada lectora o estimado lector, podrá comprender por qué no le comenté nada de esto a mi cónyuge quien, habituado a mis rarezas, prefería no enterarse mayormente de mis elucubraciones ni de mis habituales actividades nocturnas. Todo esto era parte de un mundo muy personal que no compartimos, porque él no es capaz de comprenderlo, en este sentido éramos extrañamente opuestos. Mi marido, hombre materialista, en jubilación se entregó al descanso y a las largas caminatas. Esto no se logró concretar a tiempo, ya que concentré todas mis energías al objeto. 

Este aerolito, pensé, es parte de una seguidilla de objetos muy preciados para la humanidad. Desde la antigüedad los seres humanos los han sacralizado y ahora, en la actualidad, los han convertido en objeto de estudios científicos. En mi caso, prefiero verlos desde el punto de vista de la magia o al menos, de lo extraño, de lo fantástico y, es por esto que me pregunté: ¿Qué podrá tener de especial esto trozo de piedra para que su dueña lo atesorara de esta forma al interior de este baúl de hierro? La respuesta era mi enigma y me pondría a trabajar en él con todas mis fuerzas. Otras preguntas que surgen son: ¿De dónde lo obtuvo su anterior dueña, por qué lo ocultó, que uso le daba? Una gran serie de preguntas dignas de ser contestadas. 

Recuerdo haber escuchado desde hace mucho que cuando los aerolitos o meteoroides entran a la atmósfera se transforman en meteoritos o estrellas fugaces, cuya inconcebible belleza no asociamos a toscos pedazos de piedras compuestas de metales, como este pedazo de roca que yace a mis pies, envuelta en un trozo de tela roja, lo que me lleva a una nueva incógnita: ¿Por qué envolver este trozo de piedra un largo trozo de lienzo rojo y depositarlo en un baúl de hierro? 

 No quepo en mí, siento una mezcla de algarabía, interés mágico y pseudocientífico, ya que alrededor de los meteoroides se han construido, por siglos, importantísimos santuarios religiosos, se han contado mitos, se han escrito leyendas y ahora yo, producto del azar, soy la feliz dueña de una de estas rarezas.

 Uno de los manuscritos hacía referencia a los incas. Me llamó especialmente la atención el fragmento que hacía referencia a una roca que hace miles de años bajó y se partió en nueve partes, que dejaron nueve cráteres sobre la tierra entonces erosionada, que luego se volvió productiva. También se indicaba que esos cráteres se convirtieron en sitios sagrados, lugares adoratorios y de cultivo que sostuvieron a esta cultura por siglos. 

También pude leer sobre la tribu Clackamas o Pies Negros, que habita en los actuales EE. UU. Éste era un recorte que mencionaba un meteorito caído hace 10 milenios en sus territorios, el Tomanowos, se deslizó hasta sus territorios y que cuando lo encontraron les enseñó canciones. De hecho, inmediatamente asocié esta leyenda a mi sensación al tocar el objeto encontrado. Los Clackamas, por siglos, enviaron a los jóvenes de la tribu para hacer vigilias alrededor de este cuerpo celeste para que recibieran mensajes de los espíritus exteriores. 

También leí hojas deprendidas de un libro de historia que se referían a la “Piedra Negra de Pesinunte”. Respecto a ella pude leer que los romanos la trasladaron a Roma durante la segunda guerra púnica y que en donde la ubicaron consagraron un templo a Cibeles, una de las diosas más antiguas, cuyo culto se remonta al neolítico en Turquía. 

 Otro meteorito de gran renombre, del cual pude leer en los papeles del baúl cayó hace unos cuatro mil años en El Chaco, en Argentina y, en torno a él se tejieron mitos como el de los gom, quienes afirman que estas piedras son gotas de sudor del Sol que caen para fertilizar la tierra. Para los mokit esta roca marca una zona entre la tierra y el cielo, para los wichi son fragmentos de la Luna arrebatados a mordiscos por los jaguares. 

 Finalmente, encontré un reportaje sobre La Piedra Negra de Kaaba, hoy ubicada en la Meca. Una piedra considerada sagrada por una de las religiones más numerosas de la actualidad. Se dice que esta piedra, que está al interior de un templo cúbico, es una piedra del paraíso que quedó de los tiempos de Adán y Eva. Otros creen que es un trozo de la estrella Polar que el arcángel Gabriel entregó a Abraham e Ismael y que éstos la colocaron en el lugar que actualmente ocupa en la Kaaba. Pensando en todo esto, cómo no iba a estar obnubilada con este inusual descubrimiento. 

Ante tanta historia vale la pena preguntarse ¿Por qué, en este apartado lugar de Chile se encuentra una roca espacial de la cual nadie tiene conocimiento? y ¿Por qué está contenida en un gran baúl construido únicamente de hierro? Estas preguntas me las hago mientras la guardo con un gran temor mezclado con sutiles dosis de ansiedad e incertidumbre. Lo guardo porque he decidido esperar a que mi esposo viaje a Santiago para sacarlo a la luz. Yo tendré el honor de sacarlos a luz quizá después de cuántos años. ¿Alguien de los alrededores sabrá de su existencia? Lo dudo, incluso creo que ni sus parientes cercanos lo supieron nunca, esta es la única explicación plausible que encuentro para que este meteoroide llegara incólume a mis manos, junto con los documentos que acabado de mencionar. 

En los días previos al viaje de mi cónyuge me he dedicado a ordenar, limpiar y registrar cada rincón de esta casa y he descubierto que tiene un subterráneo del cual, sin duda, tampoco nadie tiene conocimiento. Sin que mi esposo lo note he estado buscando como acceder a él y he encontrado en el patio, bajo unas tupidas enredaderas, una tapa de madera que seguramente lleva a dicho lugar. Nada le he contado, su débil contextura y delicado estado de salud no le permiten pasar sobresaltos y es, por lo mismo que he esperado a que viaje a Santiago acompañado por nuestra hija. 

Todavía no logro comprender cómo nadie se dio cuenta de esto antes que yo y, lo agradezco, aunque pienso que, probablemente debido a la forma extraordinariamente simple en que vivía la antigua dueña de esta casa, nadie pensó que habría secretos que ocultar o pertenencias de valor que hallar. Es más, en esta casa no hay luz eléctrica, agua potable, teléfono, radio, ni siquiera una estufa y, por lo mismo, logramos comprarla a un precio asequible. 

 Volviendo a los hechos que relato logré, luego de cortar las frondosas ramas de la enredadera, con un chuzo logré partir la tapa de madera y entrar. Tomé la linterna y alumbré al interior. Una sencilla escalera llevaba a un largo pasillo que seguramente, terminaba bajo la casa. Con el chuzo probé la estabilidad de la estructura de la escalera y, extrañamente, se sentía firme, sin embargo, por precaución instalé una cuerda y una escalera auxiliar. 

Ya bajo tierra, noté que las paredes de la estructura estaban fortalecidas con gruesos pilares de madera y polares de piedra. La humedad era notable, de ahí la dificultad que tuvimos para calentar la casa cuando llegamos, incluso después de que nos instalaran una cocina y una salamandra a leña. Ninguna de estas deficiencias nos desalentó. Buscábamos una casa autosustentable con energía solar, con espacio para plantar un huerto y criar algunos animales pequeños para alimentarnos. El agua del pozo nos ofrecía una gran ventaja en estos tiempos de escasez hídrica, por lo que decidimos comprarla sin pensarlo dos veces. 

Volviendo al pasillo húmedo, caminé por un túnel por cuyas paredes crecía la maleza y colgaban gruesas raíces de árboles. Seguí el pasillo hasta llegar a un espacio circular en donde había una especia de altar en el cual cabía, de seguro, con perfección la roca que había encontrado en el baúl. En este subterráneo, franqueando las esquinas, varias estanterías con muchos pequeños cajones se encontraban. La oscuridad era total. Alumbrando las estanterías, revisé los cajones en cuyo interior había yerbas, raíces, compuestos pulverizados y diferentes tipos de piedras y de velas, además de restos de animales de diferentes especies disecados. No tengo idea de sus uso o finalidad, pero pude notar en la mesa de piedra que estaba en medio del espacio que, alguna vez fueron profusamente empleados por su dueña. Sin duda, uno de los libros manuscritos que había en el baúl se referirían a esto. Deberé estudiar con sumo cuidado todo lo que allí está escrito, para no cometer errores ni correr el riesgo de que me sean quitados por los eruditos de las Universidades, pensé con bastante desconfianza. Seguí revisando cada recoveco de la cueva, hasta dar con otro manuscrito, esta vez en castellano, lo cual me provocó un inmenso alivio. Seguramente la anciana ya había dedicado largos años de su vida a descifrar el misterio y, como un tesoro lo tomé y lo puse entre mis ropas y regresé a la superficie. 

Han pasado tres meses desde mi descubrimiento. Todo ha estado en un estatus cubo desde que regresó mi esposo. No quiero alterarlo y, mientras espero pacientemente su próximo viaje, leo detenidamente el manuscrito, intentando escrutar sus secretos, comprender las complejas fórmulas y extraños preparados que, más que magia, son una mezcla de saberes científicos, naturistas y esotéricos. Los seres humanos somos un conjunto de reacciones químicas, anotaba, en esto está la clave. Hay que reunir y mezclar los componentes adecuados y, en su justa medida, para provocan reacciones tan sorprendentes como inesperadas. 

Escogí lo que quería lograr, la aprendí las fórmulas y las practiqué con un esmero que rayaba en la locura. ¿Qué buscaba? No me atrevo a confesarlo. Descubrir, en unas cuantas hojas escritas a mano los insondables secretos universales y cósmicos para escoger entre infinitas opciones, una que nos permita obtener una vida diferente es una oferta demasiado tentadora para un ser humano. La que yo escogí, quizá a ustedes les parezca una pésima elección, pero para mí, en ese momento, me pareció la más lógica, razonables, la mejor, ya que si hay algo que amo de mi persona es mi mente, mi cerebro o más bien esta capacidad del intelecto humano de tomar incluso lo ininteligible y hacerlo palpable, vívido. Siempre he tenido miedo de perder esta capacidad de sorprenderme, de aprender, de imaginar, de generar nuevas conexiones sinápticas que hacen a mi cerebro cada vez más complejo y, quisiera, además, poder seguir existiendo después de la muerte. Mantener este cuerpo débil y enfermizo no me interesa. Mi tiempo ya pasó. Lo que sí me interesa es mantener esta capacidad de aprender e imaginar, de trascender y, la fórmula que he escogido, me lo permite. Busco lograr que mi mente trascienda a mi cuerpo y que, al momento de la hora final, pase a la otra vida como estuvo en mis mejores momentos. Quiero que mi mente sea eterna, quiero producir neuronas y sacarles el máximo de provecho, quiero lograr el areté, el encuentro con la Belleza total, quiero integrarme al universo y trascender. 

La primera instrucción del manuscrito en la búsqueda del areté indicaba que la ceremonia debe realizarse a la mitad de una noche de Luna llena. Ese día le di somníferos a mi esposo, no debía saber nada hasta determinar si mis esmeros darían un fruto o serían un fracaso. Si todo iba bien, compartiría con él estos conocimientos. 

 Desde el amanecer comencé a preparar los materiales. Todos estaban en el sótano. Habiéndolos molido, mezclado y quemado, reuní a los pobres animales que serían los sacrificios de sangre necesarios y, el resto de la tarde, me dediqué a practicar la correcta pronunciación de las palabras mágicas. 

Cuando faltaban pocos minutos para la medianoche comencé a quemar las hierbas, sacrifiqué a los animales y uní sin culpa la sangre de los animales con los minerales molidos y los preparé para el altar en donde luego debería depositar el aerolito. Matar animales iba contra todos mis principios, pero el libro decía que había que romper los límites humanos para lograr el hechizo y, yendo contra todos mis principios, más bien, destruyendo todo lo que eran mis principios, lo hice. Magia negra, magia negra, repetía algo en mi interior, pero me negué a escucharme. Hice oídos sordos a mis miedos y me entregué a las instrucciones, apartando de mí a la mujer que siempre me enorgulleció y, en el último instante se apoderaron de mí los mismos miedos, las dudas y aprehensiones que solía tener antes de embarcarme en esta terrible aventura. ¿Qué pasaría que no obtuviera lo que quería? ¿Tendrían consecuencias estos actos deleznables? Pero basta de divagaciones. Sacrifiqué los animales, aunque, en lugar de coronar esta escalada de sangre con el sacrifico de otro ser humano, me corté las palmas de las manos y dejé caer sobre el aerolito mi propia sangre. Arrojé sobre esto la preparación y lo quemé todo. El polvo restante lo mezclé con la sangre de los animales, lo bebí y me desmayé. 

Al amanecer abrí los ojos sobre el piso de la oscura caverna, estaba helada. No pasó nada. No supe si desilusionarme, burlarme de mis estúpidas aspiraciones o flagelarme por haber creído en lo sobrenatural y haber tomado vidas por este estúpido motivo. 

 No entiendo cómo es que me dejé envolver por estas locuras. Probablemente siempre tuve algo podrido en mi interior y ahora salió a la luz. Solo necesitaba una oportunidad para soltar a la insana mental que llevaba dentro. Seguramente, por estas mismas razones, mi predecesora lo ocultó todo. Debió sentir la misma vergüenza inconfesable que yo sufro ahora y, ocultando cualquier huella de lo que hizo, dejó este mundo. 

Cuando ocurrió los que les cuento ya era una mujer mayor, con vasta experiencia, dueña de mi destino. Tenía 65 años. Hoy, quince años después de lo narrado, el cáncer me corroe, se ramifica a través de mis órganos. Siento que me quedan los últimos momentos de vida y me pregunto: ¿Se convertirá mi sueño en realidad? ¿Lograré ser parte del Universo? Estupidez tamaña volver a pensar en esto ahora, en el umbral de la muerte, cuando debo arrepentirme de mis pecados, inclusos de los no confesados. Hace unos años recordando estos hechos reflexioné: ¿Debí pedir juventud, riqueza, salud al menos, para no morir de cáncer? y, sin embargo, entre las tantas cosas que pude haber pedido, solo se me ocurrió el areté, un deseo post mortem. ¡Imbécil yo!, ¡mil veces imbécil! 

 Ahora, ahora mismo, acostada en esta cama, sabiendo que estoy a punto de exhalar mi último respiro, hago lo que todo moribundo suele hacer. Confieso mis pecados, aunque no a un sacerdote, sino a mi esposo, quien boquiabierto me escucha, como si escuchara el relato de una horrible pesadilla. No puede creer lo que le cuento. Sus ojos lo delatan, aunque intenta parecer comprensivo en mis últimos momentos de vida. Aprieta la boca, se muerde los labios, tiembla. De improviso suelta mis manos cada vez más frías y se retira del cuarto de esta moribunda, que llora pidiendo perdón. Pienso que ver, por primera vez, a este monstruo que habitó tantos años a su lado en silencio es algo que no pudo soportar. Es como si no viera este cuerpo débil y enflaquecido, apretado y frío. El frío intenso, que sé es una clara señal de que La Muerte se aproxima a zancadas a mi lecho. Ya huelo a La Muerte. Hace mucho que me es familiar. Huele, me dije, ya debo oler a muerte. Conozco este olor, muchas veces me encontré con personas cuerpos expelían este indescriptible olor que hasta yo siento. Mi castigo es pudrirme en vida. Miro mis pies. Estoy segura de que la punta de los dedos de mis pies estás azules, se han comenzado a poner azules y justo, cuando presiento que llega mi hora mi esposo regresa y me pregunta: 
-¿Y si tanto creíste en estos hechizos, por qué no hiciste uno para curarte o para tener una salud perfecta? 
-Solo una vez se puede conjurar un ser humano a las fuerzas del objeto, eso decía el libro. Es cierto que puedes decidir el precio, escoges los animales y la fuente de la sangre humana, pero el hechizo no puede ser repetido ni por la misma persona ni en beneficio o perjuicio de una misma persona. 

 Le expliqué todo: lo del baúl, lo del objeto, lo del sótano y los sacrificios y, cuando menos lo esperaba, mi esposo me soltó una vez las manos y se fue. Se fue dejándola sola. Todavía viva. Sentí sus pasos apresurados por la casa. Escuché golpes sobre la tapa de madera que daba al sótano. Escuché sus pasos bajo la casa. Lo escuché en una frenética búsqueda, quizá del manuscrito. Escuché sus gritos y luego, dejé de escuchar. 


EL OBJETO PARTE 2. 

 El anciano le había robado demasiados años a La Muerte y solo deseaba descansar, pero le era imposible porque hace años, por propia mano, cambió su destino en un acto de locura del que no terminaba de arrepentirse. A estas alturas, todos los que conoció se fueron. Los despidió uno tras otro, hasta quedarse absolutamente solo. Los que ahora deambulaban a su alrededor eran perfectos desconocidos, sombras de una humanidad perdida. Primero los más viejos. Luego, los más jóvenes. Después, los desconocidos que se topaba en la calle, en las micros o en el metro. Los espacios antes habitados por los suyos y, hoy, habitados por otros, eran cada día más anchos, vacíos y dolorosos. Se desplazaba en el tiempo como un paria, como una inmensa morsa vieja, arrugada, cansada, gorda y sin gracia y, aun así, no le quedó más que aprender a mirar hacia adelante, hacia el futuro. Aprendió a recrearse, readaptarse, reemplazarse, heredarse, a inventarse una y otra vez. Solo una presencia permanecía a su lado, la de su amada esposa, muerta hace ya varios siglos. 

 No es lo mismo alcanzar la inmortalidad a los veinte y tantos que a los noventa y tantos. Ustedes se preguntarán: ¿Por qué un hombre de esta edad, a estas alturas de su vida toma una decisión como esta? Ahora se los explicaré. 

A la esposa de Bruno se la llevó el cáncer y fue, a los pies de su lecho de muerte, en donde ella le confesó que había descubierto la posibilidad de cumplir un deseo, cualquiera deseo y que, para lograrlo, debía sacrificar su propia sangre o la de otro ser humano. Cuando esposa todavía estaba viva, enloquecido por la rabia y el miedo, corrió al sótano oculto de la casa y comenzó a escarbar en los oscuros secretos enterrados generaciones ha, entre paredes de piedra. A Bruno le aterrorizaba morir, sufrir, desaparecer y justo ahora, a sus 92 años había descubierto el remedio a toda la incertidumbre y, sin pensarlo, dejó su esposa y corrió al sótano. Ya he sufrido demasiado pensaba: ya pagué mi precio a la vida, ahora me toca la recompensa y no la dejaré escapar. Nunca pensó en la edad que tenía, en las enfermedades que sufría, en sus dolencias, enceguecido, se entregó a la magia negra y, no le importó. A pesar de haber sido un creyente devoto, la posibilidad de burlar a la muerte fue demasiado tentadora. La cercanía de la muerte era un tipo de tortura inexplicable que ya había comenzado a socavarlo y, ver morir a su esposa fue demasiado. Ya experimentaba en su cuerpo el aviso de que la muerte se le acercaba, dentro de sí, sus huesos comenzaban a desintegrarse y, lentamente, cada órgano comenzaba a fallar. Lo que sea por no sufrir. Lo que sea, se dijo y comenzó los preparativos. 

Algo diferenciaba a Bruno de su esposa muerta. Él había visto el doloroso proceso de su enfermedad y su muerte y sentía, como ya se acercaba su turno. Cuando se mira a La Muerte a la cara, a veces, todos los límites se hacen difusos, Es lo que le ocurrió a Bruno. No iba a sacrificarse y a sufrir más. Si el sacrificio requería sangre humana, no sería la suya y, convirtiéndose a la teoría del superhombre, decidió buscar una persona que no mereciera vivir para sacrificarla. Determinó al menos a 3 hombres nefastos que merecían morir, pero cuando ya lo tenía decidido, entró en una razón bastante singular. A su edad no tenía las habilidades físicas para reducir a un hombre adulto. Entonces comenzó a pensar en presas más simples. En niñas o niños. Y salía a las calles a observarlos. No tenía cómo determinar ni catalogar su maldad, por lo que pensó en los que no serían un aporte a la raza humana y encontró varios candidatos que todavía cargaban sus madres. Niños recién nacidos con enfermedades terminales. Ya libre de toda ética, de toda culpa, de todo remordimiento, Bruno comenzó a planificar cómo hacerse de un bebé sin dejar rastros. Desde su ventana comenzó a hacer seguimiento de dos jóvenes madres que estaban postulando a sus hijos a un trasplante. Con los días se dio cuenta de que nadie se fija en un anciano, asique descaradamente las siguió, hasta encontrar que una de las madres dejaba a su pequeño en su desvencijado coche, de vez en cuando, mientras se acercaba a algún almacén a pedir alimentos. No tenía nada que perder. Jamás pensó que sus acciones iban a desatar el infierno y, si alguna vez lo pensó, rápidamente desechó la posibilidad pensando que si hay de algo de lo que saben los ancianos es del silencio y de pasar desapercibidos. 
 La joven, vivía a unos metros de su casa, vivía en la extrema pobreza, sola con su bebé. A nadie se le ocurriría que un venerable anciano de 92 años pudiera hacerle algo. Había muchos candidatos a quienes culpar, ya lo había determinado en su primera búsqueda de sacrificios humanos. 

Apenas logró determinar una rutina, determinó como hacerse del bebé. Mataría a la madre. Usaría un martillo que robó de una casa cercana cuando pasada mientras hacían unos trabajos y lo tiraría en las cercanías de uno de los monstruos que habitaba en los alrededores, Así, además de obtener su sacrifico, eliminar a un bebé sin esperanzas de vida y a su madre, que ya sufría demasiado con la pobreza, podría cumplir su más claro deseo. 

 Se acercó a eso que podría llamarse una pequeña casa, aunque más bien era un conjunto de tablones y pizarreños. Ni siquiera se la podía catalogar como una pequeña mediagua y, caminando con sigilo, se acercó a la mujer que dormía con su bebé al lado. Rápidamente le lanzó tres certeros golpes. El bebé dormía. Luego puso una almohada sobre el infante y lo ahogó. Ni siquiera temblaba. Tomó el pequeño cuerpecito, lo guardó en un bolso y salió caminando como si nada. Avanzó media cuadra y arrojó el martillo ensangrentado, con restos de cabellos, carnes y huesos de la desafortunada mujer. Siguió avanzando. Entró a la casa. Quemó los guantes y la ropa. Lo envolvió todo con el bebé muerto y lo dejó en el subterráneo. 

 Nadie llegó nunca a la casa del anciano viudo, que todavía lloraba a su esposa muerta y, que todos los días prendía una vela por su alma. Luego de unos meses, nadie se acordaba de la tragedia. La policía apresó a un pedófilo que alegaba que alguien arrojó un martillo en su propiedad para inculparlo y cerró el caso. Nadie intercedió ni por la mujer muerte, ni por el bebé desaparecido ni por el pedófilo. 

Y fue así que Bruno consiguió la inmortalidad. Nunca volvió enfermarse, ya no iba a morir, pero algo le faltaba. ¡Bruto de mierda! Se dijo. ¡De qué diablos me sirve la vida eterna si soy un viejo! 



3. EL PRECIO DE LOS SUEÑOS 

 Año 2250. 

Le dijeron que, gracias a la bondad de los habitantes de las torres, ella estaba allí. Que era especial, una elegida. Que no era necesario que se arrastrara con las bestias que yacen muertas de hambre y peleando por sobrevivir, allá abajo, en la tierra desértica. Que gracias a ellos nunca más tendría frío ni hambre. La invitaron a darse un baño con agua caliente. Nunca había sentido el agua caliente, la espuma de baño ni una esponja acariciando su piel. La invitaron a sentarse a una mesa repleta de frutas y alimentos que nunca había visto. Ni siquiera era capaz de imaginar sus nombres, pero todo sabía sabroso, sus papilas gustativas se deleitaban descubriendo los nuevos sabores. Le dijeron que podía vivir en las torres de lujo, protegida, sin que nada le faltara, incluso le mostraron un video de las habitaciones que podría ocupar. Jamás imaginó que podía existir un mundo con éste. 

 Para los de allá abajo, los que viven como hienas al pie de las inmensas torres que sobrepasan las nubes, las cosas eran muy diferentes. El hambre era un gran agujero que les penetraba el estómago. Entre ellos, los débiles morían y eran consumidos por los más fuertes y, los rápidos eran los agarraban un hueso, corrían lo más lejos posible de los demás, y ocultos, lo roían hasta que no quedaba nada. La vida era corta. Era una vida maldita, una vida de bestias a la cual estaban adaptados. Los de abajo tenían la piel quemada por el sol, los cabellos largos y sucios, llenos de piojos y garrapatas. Los de abajo tenían los pies partidos, las uñas rotas y el alma rota. Es más, los pobres ni siquiera sabían que tenían alma, porque se habían transformado en unos seres animalescos que se desplazaban en dos patas con el único objetivo de vivir un poco más. 

 En realidad, los de abajo no sabían qué eran esas torres. Ellos nacieron a sus pies y lo más que atinaban a entender, era que solo allí había comida, al menos de vez en cuando. Eran inmensas las multitudes que se agolpaban al pie de las torres, multitudes que daban vueltas en torno a sus cimientos, como si participaran de una ceremonia desconocida, multitudes que orinaban y defecaban en sus alrededores, multitudes que nacían, vivían, se alimentaban y morían en el mismo lugar. 

Cuando Dalila fue capturada, en medio de una estampida de famélicos cuerpos sucios y desnudos, nunca imaginó lo que estaba por venir. Despertó tan aterrada, que apenas balbuceaba su nombre. Todavía latía en su cuerpo el espanto que la hizo huir de las criaturas metálicas que bajaron montadas en inmensos insectos zumbadores para llevársela. En verdad, esas criaturas que venían desde arriba, provocaban tal pavor en la multitud, que solo en esas ocasiones se dispersaban, porque todos sabían que quien era capturado por esas criaturas, nunca regresaba. 

A Dalila, que ahora que se encontraba entre esos otros seres, los de arriba, le pareció que huir había sido una estupidez. Nunca imaginó que la traerían a este lugar. Ellos, que se veían tan jóvenes, tan limpios, bellos y amables, solo querían ayudarla. ¿Y qué le pedían a cambio? Algo sin ningún valor para ella, solo unos cuantos sueños, esos que desperdiciaba registrándolos en las paredes de las cavernas con trozos de piedra y en la tierra con ramas de árboles, de esos sueños que tenía de sobra. Unos cuantos sueños gracias a los cuales nunca más pasaría frío, miedo, hambre ni humillaciones. 

 -Eso sí, -le dijeron-, los vendedores de sueños viven separados de los habitantes de las demás torres, debido a que son muy especiales para nosotros. Aquí recibirás cuidados pensados solo para ti. Fantástico, pensó Dalila. 

 Le hicieron un recorrido por el lugar. Había de todo. El lujo abundaba en cada rincón. Los grandes ventanales, que daban a las nubes, estaban regados por los cálidos rayos del sol. El espacio era inmenso. Le mostraron, en su futura habitación, un closet repleto de ropa hecha a su medida, una televisión de primera calidad (no siquiera sabía lo que era una televisión, pero era tan hermosa, que se alegró), un colchón mullido que probó recostando su huesuda y adolorida espalda. Nunca había sentido algo tan suave ni que oliera tan bien. Abrieron la ducha y el agua, que caía de forma abundante, se colaba por un agujero en el piso que le llamó mucho la atención.  Los anfitriones, al notarlo, sonrieron de forma disimulada. Nada que decir, aceptó y, de inmediato le pidieron que pusiera su huella digital en el contrato que estaba en una especia de delgada caja metálica con luces, que le pinchó el dedo. Dio un salto y le dijeron que no se asustara, que solo le estaba tomando una muestra de ADN y que para que quedara un registro de que era ella estaba aceptando este contrato y que se lo habían leído, ya que era analfabeta, debía decirlo en voz alta. 

-¿Y dónde están los demás soñadores? 
 -En los patios recreativos. 
-¡Ah! No tenía idea que había patios ¿Qué es un patio? 
 -Acomódate y luego podrás ir a conocerlos. Tienes libre tránsito por toda la torre y los tres patios que se ven desde tu balcón. 

Los anfitriones se retiraron y Dalila se dirigió al amplio ventanal, se asomó al balcón y miró hacia los tres amplios patios enlazados a la torre. Uno para practicar deportes, otro con amplias áreas verdes y, un tercer patio, destinado a los deportes acuáticos. No recordaba haber visto áreas verdes hace más de quince años. A lo lejos, pudo ver a algunas personas divirtiéndose y, deseosa de formar parte de las actividades, se cambió de ropa y fue directo a las áreas verdes. A la entrada, en una especie de kiosko, le ofrecieron una mochila lista para ser empleada, con un chal, agua y una colación. Genial, pensó. Así puedo estar aquí todo el día, pero antes de entrar debió pagar con su primer sueño. Uno de los dependientes le pasó una especia de regla metálica frente a los ojos y ésta sonó con suavidad. 

 -Listo, puedes pasar. 

Dalila sonrió pensando que había sido muy fácil y que no sintió nada. Tomó la mochila, se sacó los zapatos y caminó por los prados y bosques del lugar. Tomó agua de un arroyo. Incluso se zambulló por largo rato en el agua y, de regreso, se dio el lujo de caminar sobre las hojas secas que crepitaban de una forma maravillosa. 

 Ya bajaba el sol cuando regresó a la torre y, antes de subir a su cuarto, debió pagar con otro sueño. 

 En su cuarto y, para que la ducha funcionara, debió, poner su rostro sobre una máquina que tomó un sueño más. Se duchó largo y tendido y, luego de pagar con otro sueño por el derecho a usar la cama y la televisión, se recostó, escogió una película y se entregó al ocio, como nunca lo había hecho en su vida. ¡Qué divertido, pensó! ¿Qué harán con estos sueños? La gente de las torres es bien singular, se dijo antes de quedarse dormida. 

Al día siguiente fue al salón de deportes y pudo ver un gran número de personas, pero no quiso quedarse, porque verlas hacer ejercicios sin mirarse ni conversar, le pareció muy extraño e incómodo. ¡Qué desagradable!, pensó y se fue. Seguramente, ahora que no les falta nada, se aburren de puro llenos, pero esto no me va a pasar a mí, porque sé lo maravilloso que es esto. Dio media vuelta y se dirigió a la zona de deportes acuáticos. Pagó la entrada, un traje de baño, el gorro, toallas, refrescos y le enseñaron a nadar. Nunca imaginó que el agua podía existir en tales cantidades ni que se podía deslizar en ella. Nadaba y bebía del agua, la acariciaba, abría los ojos y miraba a los demás a través de esa deliciosa textura. Algunos sonreían, otros conversaban y otros, como ella, aprendían a nadar. Este lugar le pareció mucho más agradable que el anterior, aunque fue precavida y no intentó hacer amistades, mal que mal, solo llevaba dos días allí y quería comprender mejor cómo debía comportarse en ese entorno. 

Cuando volvió al recibidor de la torre se encontró con un buen número de personas mayores que deambulan del brazo de sus cuidadores. Esas personas la miraban, hablaban entre ellas y la apuntaban con el dedo. ¿Qué extraño!, pensó. Creí que este lugar era solo para vendedores de sueños, no para personas ancianas. Se quedó mirándolas con algo de sorpresa, porque de donde ella venía nadie llegaba a esa edad. También se sintió intranquila al notar que era ella el objeto de sus preocupaciones, por lo que fue, con la gerenta, a indagar qué estaba ocurriendo. 

-No te preocupes-, le contestó. Ellos son quienes entregan los recursos para rescatar a los soñadores. Solo quieren conocerte y verificar que estamos cumpliendo con nuestro deber. Ellos pagan lo que para ustedes es gratis. Estate tranquila, viene de vez en cuando, recorren el complejo y se van. Así es como costeamos todo lo que ustedes reciben. A Dalila esta explicación le pareció muy plausible y se retiró tranquila. En realidad, de alguna parte debía salir los recursos para costear los lujos de los que estaba gozando. 
-¿Y qué hacen con nuestros sueños? 
Bueno, eso ya no incumbe, porque una vez que los entregas ya no son tuyos, son nuestros, son propiedad de la corporación y de nuestros benefactores. Tú no te compliques con estos temas, aprovecha lo que tienes, pásalo bien, solo queremos verte feliz y, sintiéndose algo tonta con la situación, Dalila se retiró, no sin antes pagar el tiempo que la gerenta le había brindado. 
 -No sabía que esto tenía un costo, comentó algo molesta a la a salida. 
-Así es. Son seis sueños. 
-¡Seis! 
-El tiempo de la gerenta vale sueños, muchos sueños. Piénselo bien antes de volver a molestarla. -Pero señorita, aquí todo se paga, ¿no será mucho? 
-Para eso tiene 23 años de sueños disponibles. Cada uno de sus sueños le da posibilidad de salir de la pobreza y del lodo de allá abajo, le dijo, apuntando con el dedo hacia el piso, con un gesto de asco. Si no le gusta el trato, hable con la gerenta, le contestó con un desprecio mal disimulado. 

En solo dos días, se dio cuenta de qué provocaba en los de arriba la gente de abajo. Le dijeron que era importante, imprescindible y, sin embargo, mientras la atendían la miraban de arriba hacia abajo, su vista se les iba a las manos, a la cara, a la piel, se notaba que su sola presencia les daba asco y esto le dolía mucho, pero no quiso volver a hablar con la gerenta hasta comprender por qué la secretaria le dijo que tenía solo 23 años de sueños. ¿Será que los sueños son limitados? ¿Qué pasaría con ella cuando se le acaben? Ahora que había conocido este nuevo, a pesar de sentirse despreciada, no quería abandonarlo. Cualquier cosa era mejor que volver a moverse entre esos seres esqueléticos y desnudos, que como animales salvajes se pelean por lo que la gente de arriba les tira para divertirse. 

 Recién ahora supo de dónde provenía la comida que caía desde los cielos y por qué se las tiraban. Desde su ventana podía ver, a lo lejos, una de las torres de lujo. Allá, había un amplio anfiteatro construido sobre el cristal. La gente se reunía a comer y, de vez en cuanto, tiraban restos de su comida a los de abajo y, riéndose, observaban cómo se peleaban por lo que acaban de tirar. Hacían apuestas, tomaban fotografías, filmaban videos y se reían. Había algunos más crueles, que orinaban hacia abajo, que defecaban, que envenenaban los alimentos y los tiraban. Era un espectáculo tan degradante y horrendo que no fue capaz de seguir observando, por lo volvió a su cuarto y corrió los cortinajes. No podía creerlo, pero si lo trataba de racionalizar, en realidad los que están allá abajo no parecen seres humanos, parecen menos que bestias y quizá, por eso la gente de acá arriba actúa así. 

 En ese momento trató comprender por qué nació abajo y no acá arriba. Sentía que pertenecía a esta gente y no a la casta de los animales que se movían en dos patas, a esas brutas alimañas que ahora se le hacían repulsivas. Trató de pensar en sus padres, de recordar a sus padres y nada se le vino a la mente. Qué extraño, pensó. ¿Por qué no los recuerdo? No Nunca tuvo nada, lo único que le pertenecía, eran el hambre y el miedo y, sin embargo, quería comprender, saber de dónde venía y por qué estaba ahora aquí. Dalila recién comenzó a meditar en lo que estaba entregando y recién entonces, se le vinieron a la menta las preguntas que debió haberse hecho cuando llegó: ¿Qué son los sueños? ¿De qué están hechos? ¿Qué me pasa cuando los entrego? ¿Qué decía ese contrato que debían haberme leído? 

Y debido a que necesitaba respuestas, se dirigió esta vez a la oficina del servicio de atención al cliente en donde, luego de cobrarle dos sueños, le dijeron que los contratos eran confidenciales y que no tenían acceso a esa información, que solo la gerente podía responder a sus preguntas. Más molesta todavía fue, otra vez, a la oficina de la gerente que le explicó que los sueños son sus recuerdos, su vida y que, como su vida abajo era bastante vacía, en realidad no tenía demasiados recuerdos, pero que de todas formas les servían. También le explicó que los recuerdos estructuran sueños y que, cada vez que pagas con un sueño, estás entregando recuerdos, o sea, vida. 

Asustada, Dalila le dijo que ya no quería seguir vendiendo sus sueños, pero la gerente le dijo que su contrato duraba tres meses y que luego de ese periodo se renovaba, siempre y cuando, el mismo día en que vencía, a las 00:1 horas, ella declarara verbalmente, su deseo de anularlo. 

 -¿Hay alguna posibilidad de dejar esto listo ahora? 
 -No, como te acabo de explicar, esto solo lo puedes hacer usted el día y a la hora en que se cumpla el plazo de su contrato. Dalila pidió la fecha en que vencía su contrato y cuando quiso anotarla, se dio recordó de que no sabía escribir. ¿Me puede llamar ese día para que venga? 
 -Eso tiene un costo especial, es un servicio Premium. Dalila aceptó pagar, temía no poder recordarlo más adelante. Tres meses pasan rápido. Solo debía tener mucho cuidado en no seguir empleando los servicios de la torre, concluyó. 
-¿Qué pasará conmigo cuando no renueve mi contrato? 

La gerenta se encogió de hombros y miró hacia abajo. Dalila pagó y salió al patio común, desde donde miró hacia abajo. Uno de los anfitriones se le acercó y le ofreció una sombrilla, gafas para el sol y lentes de larga vista, para poder ver de cerca a los engendros que abajo habitaban. Dalila solo aceptó los binoculares, los más baratos y miró, pero de inmediato se le revolvió el estómago y vomitó en el piso. Un sueño más por el servicio de limpieza. A unos diez metros, unos ancianos la observaban entre divertidos y malévolos que, sentados en sus sillas de ruedas, murmuraban secretos respecto a ella con sus cuidadoras y cuidadores. Cada uno tenía un librito en las manos. Intrigada intentó acercarse, pero la detuvo un joven muy agradable que le explicó que los ancianos eras propensos a enfermarse y que no podían mantenían contacto con los vendedores de sueños. Ellos veían a buscar su cuota de sueños y nada más. Dalila se sonrojó. ¿Qué sueños de ella habrán tomado los ancianos? ¿Qué terribles secretos suyos conocen? ¿Qué pensarán de ella? 

Nunca le preguntaron qué sueños quería entregar y jamás pensó en el valor de sus sueños. Quiso volver a la oficina del gerenta, pero ya no recordaba en dónde quedaba y la intención de ir a verla, también la olvidó y, sin más, regresó a su cuarto. 

A diario debió seguir pagando por entrar y salir de su cuarto y por los alimentos necesarios para sobrevivir. No le permitían comprar más que lo que necesitaba por día y la gente de la limpieza retiraba todo lo que pudiera sobrar, por lo que no moverse de cuarto y restringirse a una comida diaria era lo más razonable. Tres sueños diarios, pensó, con eso puedo sobrevivir, pero todos sus planes se vinieron al suelo cuando, a fin de mes, le cobraron la ropa, el aseo de la habitación, la calefacción, el uso de los utensilios de aseo personal, agua y luz y no supo cuántas cosas más. Dalila no quería pagar, pero los guardias entraron a la fuerza a su cuarto y le cobraron 120 sueños. Ese mismo día decidió tratar de huir, porque con lo que ahora sabía, se sentía capaz de llevar una vida diferente incluso entre las bestias. 

A la mañana siguiente se asomó a la ventana y miró hacia abajo, hacia los seres animalescos que se amontonaban esperando que alguien les tirara algo de comer. Eran aborrecibles, sucios, gruñían como los animales y, solo entonces, se le ocurrió que si bajaba siendo quien era ahora, la devorarían en un dos por tres. Si no puedo huir hacia abajo ni hacia arriba, ¿a dónde puedo huir? No tenía nada. En ninguna torre la recibirían sin dinero y acá la exprimirían hasta que se cumplieran los tres meses que todavía le restaban. Mientras reflexionaba y miraba por la ventana, se sintió observada por un grupo de hombres de mediana edad. Le llamó la atención que las cuidadoras ahora acompañaban a a esos hombres y no a los ancianos que había visto hace un tiempo. ¿Se habrán aburrido de invitar ancianos y les habrá parecido más entretenido mostrar mis sueños, mis recuerdos a esos hombres que me observan como si observaran a un pedazo de carne? Esta vez sintió miedo, no solo de olvidarlo todo, sino de ser atacada por esos hombres, por lo que se dio media vuelta y corrió a su cuarto, mientras los hombres la miraban, bebían y celebraban. 

- Cuando se cumplieron los seis meses la gerenta la mandó llamar. 

-Dígame, ¿Qué necesita? Le preguntó Dalila. 
-Usted me pidió que le recordara que hoy se cumplía su contrato. 
Dalila ya no lo recordaba. 
-¿Y qué significa esto? -Que ahora usted debe decidir si quiere seguir con nosotros o no, para firmar el nuevo contrato- y, le tomó la mano. Dalila, sin entender muy bien lo que estaba pasando, se dejó llevar. La gerenta le tomó el dedo pulgar, lo puso sobre la pantalla y una aguja tomó una nueva muestra de sangre y su huella digital. 

 En el espejo, que estaba tras la gerenta, un anciano muy delgado, con grandes ojeras rojas y moradas la observaba. 
-¿Otra vez están trayendo ancianos? La gerenta se rio. 
 -No te preocupes y repite en voz alta: me han leído he leído las condiciones de este contrato y las acepto. 
 -Me han leído las condiciones de este contrato y las acepto. 
-Gracias, murmuró Dalila. 

Luego se abrieron las inmensas puertas de roble y dos guardias de seguridad la tomaron por los brazos y la arrastraron el balcón, en donde hombres jóvenes observaban la escena apostando por algo que todavía no podía comprender. 

El anciano tras el vidrio entregó un fajo de billetes y salió tras Dalila y los guardias. Dalila gritaba y trataba de liberarse de los corpulentos hombres, pero era en vano. 

La arrastraron a la torre que estaba enfrente, al anfiteatro de cristal. Estaba lleno. La gente estaba alborotada y hacía apuestas, sin parar de mirarla. Estaba expectantes. 

Dalila los miró y, sin saber por qué, los guardias le pusieron un aparato en la cabeza, la tomaron la levantaron en andas y la lanzaron torre abajo. 

La multitud gritó enloquecida. El anciano pareció más joven y enajenado. Él compró los últimos recuerdos de Dalila, esos que incluían en el paquete del pánico: el terror al darse cuenta de lo que en verdad ocurría, el lanzamiento al vacío, la interminable caída, el irreproducible dolor de las fracturas y, quizás, el terror de ser devorada por esos seres animalescos que dominan los cimientos de las torres. . 

NORMAN 

A Norman lo hirieron cuando iba camino a recibir su trasplante periódico de órganos, uno reservado para él. Debía apresurarse si quería llegar a la cita a tiempo. La Ilustre Mesa Directiva de la Torre 51 no respondía por las demoras ni por el dinero invertido, simplemente la oportunidad era descartada y se debía esperar una nueva fecha probable, la que era muy improbable que se generara. Eso decía su contrato de trabajo. Pensó en llamar a sus principales colaboradores, pero no se atrevió. Todo era secreto en las torres, porque si algo así le ocurría a él, precisamente a él, que manejaba el complejo de torres, el sistema completo podría perder credibilidad y colapsar y nadie quería que eso ocurriera. En el momento de los hechos lo custodiaban, como era costumbre, sus guardias personales, bestias acondicionadas por años para entregar su vida por él, si era necesario, pero en este caso, justo cuando pasaba por el anfiteatro de cristal y contra todo pronóstico, uno de los seres animalescos a su servicio lo atacó, mordiéndole enterrándole un cuchillo en el costado y mordiéndole el cuello. Nadie se lo esperaba. Nunca una bestia había hecho algo así. Los otros guardias de inmediato redujeron al atacante y lo tiraron al vacío. El impacto de la imagen de un Norman sangrante, arrastrado por sus bestias y la de su hija, llorando desconsolada y corriendo tras ellos, provocó tal pánico en la gente que todos comenzaron a correr buscando regresar a la seguridad de sus cuartos, aunque no faltaron quienes, en medio de la bataola, comenzaron a atacar a las otras bestias que por allí circulaban. Las rodeaban, las reducían y arrastraban al anfiteatro, para tirarlas al vacío. Muchos cayeron junto con las bestias en medio del desorden y a nadie le importó. En lo único que pensaban era en eliminar a las bestias y en sobrevivir. Ese día más de cuarenta animales fueron sacrificados por los ciudadanos de la Torre A, el complejo de lujo y esto ocurrió porque las torres eran, desde hace mucho tiempo un hervidero de escorpiones listos para clavar su aguijón al menor descuido. Les habían garantizado seguridad y acababan de darse cuenta de que esa seguridad era efímera y, lo más horrendo de la situación ocurrió cuando algunos, que grabaron la caída de la bestia atacante, viralizaron una escena que mostraba con claridad el rostro enajenado de la bestia agresora, que reía y apuntaba con el dedo, como con una pistola, a los de arriba mientras iba cayendo al vacío. 

 Cuando Norman llegó a la sala de operaciones, los médicos no estaban preparados para lo que había ocurrido. Le limpiaron las heridas, trataron de detener el sangrado, le hicieron transfusiones de sangre, le aplicaron corchetes biodegradables sobre la piel, pero no lograron mantenerlo con vida para el trasplante programado. Había perdido demasiada sangre y, para peor, el cuerpo que era compatible como para extraerle los órganos que ahora necesitaba, había sido desechado, pues la operación planificada era sencilla. Solo necesitaba un cambio de piel y de corazón. 

-No hay tiempo, solo nos queda la opción de criopreservar el cuerpo, apuntaron los médicos, pero su hija Fabiola se negó. Necesitaban a su padre ahora. Las tres torres no podrían sobrevivir sin él y fue, en medio de esta discusión, que los signos vitales de Norman se detuvieron. Se hizo un silencio absoluto. Todos se miraron. Sabían la importancia de Norman para todos. Fabiola cayó de rodillas y comenzó a llorar a gritos, maldiciendo a las bestias. Norman fue declarado muerto a las 15.35 horas. Sus signos vitales se habían detenido, al igual que su actividad cerebral y, sin embargo, Norman todavía estaba vivo. No podía abrir los ojos, no podía moverse ni respirar, pero sabía que estaba vivo. Algo le ocurría su cuerpo. Escuchaba con claridad a quienes estaban a su alrededor y sabía que, si lo declaraban muerto, su cuerpo sería incinerado de inmediato. Algo tenía la bestia en sus dientes, supuso, porque se encontraba en una especie de estado catatónico del que solo había leído en los libros del siglo XV. Jamás pensó que algo tan antiguo pudiera ser empleado en su contra. 

-Hay que llevarlo al incinerador, repitió uno de los médicos. Así lo indica el procedimiento. 

-¡No, no, no!, intentaba gritar la conciencia de Norman. Él, quien había creado el procedimiento, que había establecido que las incineraciones debían hacerse de inmediato, pero en este caso era distinto, no estaba muerto. Para Norman la incineración era un método más para reducir la población en las torres y quedarse con los más aptos, pero ahora que le tocaba a él, las cosas eran muy diferentes. Rogaba porque su hija luchara por un tiempo extra, pero Fabiola no dijo nada. Solo lloraba a su lado. Estaba tan afectada, que no podía reaccionar. Tuvieron que sacarla en andas del cuarto de emergencias. 

Mientras decidían qué hacer, llegó una orden desde la cúpula. Hay que limpiar todo aquí y en los pasillos de las torres. No debe quedar indicio de lo que acaba de ocurrir. La asepsia es el mejor remedio para traumas como éste, para todos sientan que en esta torre algo como esto nunca se va a repetir y que Norman no era tan indispensable como todos creían. Se debe respirar normalidad. Hay que concentrarse en los inversionistas. Ellos necesitan estar tranquilos y confiados, para que no emigren a otros conjuntos habitacionales. Los necesitamos. 

Norman sintió que lo envolvían en una mortaja biodegradable, una de aquella clase que él mismo había diseñado para mantener la higiene en caso de trasladar un cuerpo al incinerador y, mientras lo envolvían, trató de comprender por qué su hija se negó a criogenizar su cuerpo o al menos intentó considerar la opción de transferir su conciencia a otro cuerpo, habiendo tantos guardados en las cámaras de emergencia, ya sea cuerpos de bestias escogidas como receptáculos ideales o de agresores humanos acusados de insubordinación o declarados culpables de crímenes contemplados en el cuerpo legislativo de las torres. Norman sabía que no era ni usual ni inusual que los civilizados habitaran en cuerpos de animales o de otros humanos condenados, pero ella ni siquiera lo consideró, lo que lo hizo suponer que su ataque fue orquestado en las altas esferas del poder y que su hija, a todas luces, carecía de las herramientas emocionales para enfrentar esta compleja situación que para él hubiera sido pan comido. 

-Señorita Fabiola, por favor, tome una decisión ¿Qué hacemos con el cuerpo de su padre? 
 -Incinérenlo, contestó Fabiola completamente destruida. 
-Deberíamos consultar también a la Honorable Mesa Directiva, intervino uno de los facultativos, ante lo cual Fabiola, con el rostro demudado contestó de forma tajante: 
-¡Desde hoy la Mesa Directiva soy yo! Norman debe ser incinerado de inmediato. En ese momento tocó un brazalete que llevaba en su muñeca y un gran número de bestias se dirigió a su encuentro. En las cámaras de control y seguridad alguien anuló los mensajes de emergencia de los médicos y la cúpula quedó aislada. –Incinérenlo, ¡ahora! 

A la orden de Fabiola dos guardias arrastraron la camilla a la sala contigua e introdujeron el cuerpo al incinerador. Norman sintió el calor, sintió el fuego, sintió el inmenso dolor que significaba ser quemado vivo y que su cuerpo comience a desintegrarse y, supo también, que la conciencia sigue viva hasta después de que el cuerpo se desvanece por completo. 

FABIOLA 

Fabiola, como buena hija, era una muchacha obediente que se encargaba hasta de los detalles más insignificantes para apoyar la gestión de su padre, incluyendo la selección, entrenamiento y preparación de las bestias para cualquier trabajo. También dominaba cada aspecto de la seguridad y del funcionamiento de las tres torres. Solo Norman y su hija tenían la visión de conjunto. Ninguno de era descartable, por lo que recibían concesiones especiales para mantener intacta su lealtad y lo sabían. Desde hace setecientos años que Fabiola servía con total devoción a su padre y a la Honorable Mesa Directiva de las Tres Torres y, luego de tanto tiempo, ya estaba harta de la rutina, de ocupar de manera indefinida ese invisible segundo lugar, del poco valor que se asignaba a su trabajo, de ser tratada como una subordinada sin importancia y sin opinión en ese mundo dominado por los mismos hombres que dominaron el mundo de abajo antes del gran cataclismo, por los mismos que seguían dominado ahora las torres y que jamás imaginaron que ella fuera capaz de apropiarse, en un abrir y cerrar de ojos , de todo. Fabiola, en silencio, lo venía planeando hace más cien años, identificando a los actores y actrices secundarias que le servirían al momento de crear un nuevo orden, dominado por quienes hacían de verdad el trabajo, por quienes tenían nuevas ideas y propuestas y no por los que los administraban las torres desde siempre. Se requerían cambios y, a ella le correspondía hacerlos. Desde su punto de vista, por derecho propio, a ella le correspondía gobernar las tres torres. Se lo había ganado. Nada puede permanecer en las sombras tanto tiempo. Es el orden natural de las cosas, se dijo y echó a andar la maquinaria que la llevó a este día y este lugar en que gritó con total naturalidad: ¡La Mesa Directiva soy yo! 

 Luego del gran cataclismo, cuando la madre y los hermanos de Fabiola murieron, a Norman no le quedó más que conformarse con esta hija que, para su sorpresa, mostró mayores habilidades para sobrevivir que sus hijos, tan bien entrenados que estaban para esto. ¿Qué los perdió? Sus familias. Quisieron arrastrar con ellos a sus familias y eso no era posible. Fabiola, por su parte, dejó todo y lo siguió, tal como lo hizo su padre y tal como lo hizo cada uno de los habitantes de las torres para ganarse el derecho a esta allí. Los valientes no son los que sobreviven, son los cobardes, los desalmados y los más egoístas quienes logran hacerlo. Unos pocos sobrevivieron con culpa y vergüenza, otros con una tranquilidad tan absoluta, que asustaba. Ellos se creían superiores y merecedores de este privilegio. Solo Fabiola parecía no responder a este tortuoso patrón de comportamiento. Era una hija leal y obediente. Ése era su pecado. A los culposos, Norman los fue eliminando de forma subrepticia, porque con el tiempo podrían convertirse en un peligro. La moral es peligrosa para el poder, de ahí que, al igual que los emperadores romanos, instauró el coliseo de cristal, para que todos fueran cómplices de la barbarie y olvidaran quiénes eran o pudieron ser, mientras, desde las sombras, Fabiola observaba y aprendía. 

 Cuando se habilitaron las torres, cada jerarca pudo llevar consigo a cuatro personas. Muchos llevaron a sus empleados y empleadas más leales y sumisos. Algunos llevaron parte de su familia. Todos debieron escoger ahora que la raza humana debía rearmarse en este nuevo mundo que se alimentaría con lo que se iba a producir en los inmensos invernaderos construidos entre las torres y que serían regados con el agua recogida de las nubes. 

 LOS ESBIRROS 

Una vez que Norman fue incinerado, Fabiola comenzó a planificar la purga de los antiguos poderes porque pensaba que entre ellos estaban los principales responsables del asesinato de su padre. Lo hizo de forma subrepticia, buscando no alterar a la gente. Su principal estrategia consistió en disminuir poco a poco las dosis de sueños entre los habitantes considerados responsables y sus principales aliados, los que poco a poco comenzaron a debilitarse y a enfermar. La gente, cuando se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo, no sabía en quién confiar o desconfiar. Los soplones, que se multiplicaron buscando obtener el beneplácito de Fabiola, solo querían asegurar su lugar en las torres, lo que poco a poco, le permitió rodearse de su propio ejército de esbirros. El siguiente paso fue obtener un lugar en la Honorable Mesa Directiva ya que, hasta ese momento, solo Norman tenía acceso a ellos y a las demás torres. La mencionada purga fue la antesala de ese ingreso. El siguiente paso consistió en desacreditar a unos dos o tres de los grandes jerarcas para sustituirlos por sus leales. La muerte de su padre le ayudó bastante, ya que le permitió demostrar su poder y que estaba preparada para reemplazarlo y, cumpliendo con este rol, siguió seleccionando a las bestias que luego serían guardias, médicos, anfitriones, bestias de aseo, de crianza, de cacería. En cada sector que resultaba estratégico fue ubicando bestias entrenadas para su servicio exclusivo las que, al momento de tomarse el poder, le serían de gran utilidad, sobre todo, para imponerse a los integrantes de la Honorable Mesa Directiva, que vivían separados de las tres torres, allá arriba, en un domo, en alerta permanente. Setecientos años y, nunca habían bajado la guardia, porque así se hicieron del poder, destruyendo a otros y sabían que, tarde o temprano, llegaría en momento en que les tocaría ocupar el lugar de Marco Antonio acuchillado por un Bruto en la pugna por el poder. Los grandes jerarcas no sabían quién sería Bruto, el que orquestaría la traición ni quiénes serían sus seguidores llevando cuchillos entre las togas y, por lo mismo, Fabiola debía acercarse como fuera al círculo del poder, para eliminarlos. 

La Honorable Mesa Directiva, por su parte, se resistía a entregar tanto poder a una mujer, pero era la única opción viable y aceptaron esperando que preparara a quienes la reemplazarían en un futuro próximo. En esos setecientos años todo había sido manejado solo por los hombres. La mayor parte de las mujeres murió, algunas quedaron relegadas a lugares invisibles y otras fueron reclutadas como damas de compañía. Fabiola era una de las pocas que logró un lugar al lado del poder, un espacio para intervenir en la vida pública de las torres y esto se pudo solo porque su padre la necesitaba y auspiciaba. La decisión fue: la harían sentir segura y cuando hubiera entregado el total de la información necesaria para que la pudieran reemplazar, sería eliminada. Fabiola lo sabía, pero fingió no saberlo, pues sus planes eran hacerlos creer que ella sería un esbirro más de la dictadura imperante, para que creyeran que eran ellos quienes dominaban el juego. 

Fabiola, que siempre destacó por ser una persona amable, rigurosa y confiable, se comportó como un fiel esbirro dispuesto a hacer lo que fuera necesario por sus superiores, sin importar si ello incluyera violencia o no. Ya lo había comprobado: los esbirros suben más rápido en la escala social de las torres que las personas que son eficientes en su trabajo. Los eficientes son utilizados como máquinas, por ser confiables, precisos y predecibles. Los esbirros, en cambio, son un arma poderosa que se debe tener siempre cerca, porque manipulan, son serviles, obedientes con sus superiores y despiadados con los inferiores y, por lo mismo, lograban mayor cercanía con el poder, en cualquier lugar, época y nivel. Fabiola lo había leído una y otra vez en los libros de historia y en la literatura resguardada en el gran domo superior. 

Las mega torres se construyeron durante quinta y más letal de las grandes depresiones que asolaron a la humanidad. Millones de personas quedaron sin trabajo, no había agua ni comida. El frío y el calor arrasaron con las cosechas. Las casas se convirtieron en alimento de fogatas y las personas comenzaron a deambular viviendo del robo y del saqueo. La plaga de las protestas y de la desobediencia civil fue aplastada por feroces dictaduras que eliminaron hasta los derechos más fundamentales. La educación se restringió a una minoría privilegiada y, para el resto, solo hubo una preparación básica para cumplir con trabajos específicos que el sistema asignaba a cada individuo. Cualquier persona que reclamara u opinara diferente a quienes gobernaban era ejecutada en público. En este regreso a la Edad Media, los castigos, también públicos, se hicieron descarnados y el terror se transformó en un inmenso paréntesis en blanco, sin embargo, ese pavoroso silencio, que se fue acumulando en el alma de las personas se transformó en un odio tan horrendo que la gente, enceguecida, salía a la calle con palos a matar a quien se le cruzara por delante. Nadie quería trabajar de noche y los que lo hacían, eran considerados traidores, por los que las grandes corporaciones comenzaron a llevarse a esas personas y a sus familias a sitios resguardados. Fue en ese momento de la historia que se gestó una nueva forma de separación social y geográfica determinada por la utilidad de los individuos. Fue en esta época en se comenzaron a construir los primeros muros perimetrales, dentro de los cuales las libertades de las mujeres fueron restringidas al máximo. Ellas ni siquiera podían decidir sobre sus cuerpos ya que, si el Estado necesitaba mano de obra, las mujeres eran obligadas a embarazarse y a tener hijos que luego les eran confiscados. Las niñas y los niños pasaron a ser propiedad del estado y eran criados en sectores secretos de cada cuidad y país del orbe. En algunos lugares, a los que todavía no llegaban las dictaduras, algunas madres y padres, que recordaban lo que aprendieron en tiempos de paz, educaron a sus hijos y les traspasaron conocimientos generacionales, porque actividades tan básicas como leer, contar, sumar y multiplicar, saber algo de biología, física y artes eran consideradas conductas de alta traición. Esto porque en el nuevo orden mundial se requerían multitudes ignorantes, ya que son las que pueden ser mejor manejadas. 

Quienes dominaban el planeta durante la quinta gran depresión sabían que se venía un gran cataclismo y lograron unirse para construir cientos de complejos de torres alrededor del mundo, con la promesa de que serían un espacio en donde, quienes pagaran, estarían seguros y separados del resto de la raza humana, que poco a poco se estaba transformando en enormes jaurías de bestias movidas por el hambre, la pobreza, las enfermedades y la inseguridad. Las torres serían su solución y solo los que aceptaran unirse y adaptarse a este nuevo orden, que exigía obediencia absoluta, podrían acceder a ellas. Cada persona que aceptaba estos términos firmaba un contrato. Uno diferente según la función que fuera a cumplir en las torres y el tipo de capital que aportara, ya fuera trabajo, conocimiento o dinero. Cada país comenzó la construcción de, al menos, un complejo de tres torres, una de las cuales albergaría a los llamados jerarcas, que eran las personas que pusieron el dinero para construirlas y a los profesionales que se encargaron de proyectarlas y hacerlas funcionar. En otra torre estaría la gente del servicio y en otra, la gente que era considerada utilitaria y desechable. 

 A los obreros, en un principio, se les dio acceso a condiciones de vida privilegiadas. Los alimentaron y cuidaron de ellos y de sus familias para asegurarse de que ejecutaran sus trabajos con ahínco, perfección y sin cuestionamientos los trabajos que se les asignaban. Todos fueron ubicados en el perímetro de la mega construcción. 

 Los presidentes y ministros de estado de los diferentes países siguieron gobernando, creyendo que lo que se construía también los iba a incluir a ellos y, por lo mismo, dieron todas las facilidades a los grandes jerarcas. En cada país o continente millones hicieron lo que fuera necesario para obtener un boleto de entrada a las torres. Los grandes jerarcas, los padres de la idea, por su parte, escogieron con sumo cuidado a quienes se llevarían con ellos y a quienes protegerían su proyecto hasta que estuviera terminado, por lo que contrataron para su protección a la mafia, ex convictos, convictos de alto riesgo y mercenarios, los que serían exterminados justo antes de sellar las torres. 

 Todos sabían que algo malo se venía. La tierra se estaba deteriorando de manera acelerada. Las pestes y enfermedades mataban a millones cada día y ningún sistema previsional ni salud era capaz de atender a la gente, que moría en sus casas y en las calles. Solo en el perímetro de las torres existían medicamentos, vacunas y tratamientos adecuados, por lo que la gente rogaba alrededor de los muros colindantes por la posibilidad de ejecutar cualquier trabajo con tal de ingresar y salvar sus vidas. Madres y padres, desesperados, lanzaban a sus hijos al otro lado de los muros pensando que se salvarían, pero quedaban allí abandonados hasta la muerte. 

 Cada día se hacía más urgente terminar las torres, por lo que se obligó a los obreros a trabajar de sol a sol, hasta la muerte. Estos trabajadores y sus familias fueron los primeros en perder sus privilegios y pasaron a ser esclavos. De los grandes centros de cultivo, incluso antes de construir los muros, se comenzaron a recolectar semillas y especies vegetales y animales para sostener a quienes habitaran las torres. Se pretendía crear un ecosistema autosustentable y, para ello, lo primero que comenzó a funcionar fueron los invernaderos y las inmensas lagunas artificiales en altura. Nadie las veía desde tierra, solo los obreros que allí trabajaban y a los que se prometió un lugar en las torres, sabían de su existencia, pero cuando todo estuvo listo, simplemente fueron arrojados al vacío, no sin antes asegurarse de que capacitaran a personal más confiable para las labores de mantenimiento. 

 Entre las precauciones que se protocolizaron para que la gente ingresara a las torres estaba la esterilización corporal y sexual, además de estrictos periodos de cuarentena divididos en tres etapas, una para cada poder traspasar cada muro perimetral. Lo que muy pocos sabían era que esas personas aceptadas a última hora estaban destinadas a la experimentación científica que se estaban ejecutando, en completo secreto, en los complejos subterráneos escondidos al pie de las torres. Los más connotados y desalmados científicos de la época estaban buscando la clave de la eterna juventud, de la salud indefinida, y, de la reconstrucción celular y neuronal. Lo mismo estaba ocurriendo en los otros complejos, en donde cientos de millones de personas eran sacrificadas para estos fines. Las Ilustres Honorables Mesas Directivas de las torres mantenía una intensa comunicación para adelantar los resultados, puesto que sabían que el gran cataclismo se acercaba a pasos agigantados y debían solucionar estos problemas antes de ocupar las torres. Todo avanzaba contra el tiempo. Los más grandes jerarcas y financistas de los proyectos se escondían en los búnkers subterráneos para no enfermar ni morir asesinados, esperando a que el proyecto fuera terminado. Norman, su padre y otros connotados Premios Nobel de la época de oro de las ciencias, estaban a cargo de la torre 51. Cuando los abuelos de Norman murieron, el proyecto quedó, como era natural en manos de su hijo y de quince científicos más, los que poco a poco fueron desapareciendo, hasta que solo Norman, sus hijos e hija y sus más leales colaboradores quedaron a cargo de todo. Cuando las torres fueron cerradas, solo Fabiola logró ingresar a tiempo y logró acceder a un cargo de importancia, no por temas de parentesco, porque eso era algo que a Norman no interesaba, ya que nunca quiso hijos, sino que debido a su excelsa capacidad intelectual e inclaudicable obediencia. 

 Las torres, que fueron planificadas para ser inaccesibles, autosustentables y para soportar devastadores terremotos, se basaban en una arquitectura titánica. No iba a ser necesario salir de ellas para mantenerlas funcionales y estables. Los cimientos, que se desplazaban miles de metros bajo tierra y miles de metros sobre tierra, jugaban con las leyes de la gravedad. Eran estructuras perfectas y viables para sobrevivir entre las nubes. 

Cada complejo estaba formado por tres torres, cada una con capacidad para un total de mil quinientas personas. La torre principal estaba destinada a los jerarcas y sus familias, que incluía a los altos cargos que administraban las torres, a quienes aportaron fondos y recursos para su construcción y, los dueños de recursos naturales que deberían seguir siendo explotados en la distancia. Eran torres lujosas en donde el ocio, el placer y la vida regalada y ostentosa estaban aseguradas. La segunda torre estaba destinada a trabajadores de mantenimiento y empleados de los jerarcas y sus familias, además para una gran cantidad de mujeres escogidas para ser utilizadas en las tareas que a los jerarcas les apetecieran. La tercera torre estaba destinada a las bestias que se encontraban dentro de los límites de las tres torres, las cuales eran estudiadas, catalogadas, marcadas y controladas desde la infancia y, cada cierto tiempo eran capturadas para mantener funcionado a las otras dos torres. Esta torre era denominada la de las soñadoras, porque ellas eran su parte más visibles para los habitantes del complejo, pero los otros niveles, los destinados a otras funciones, no se mencionaban ni denominaban. Nadie quería hablar de eso. El nivel destinado a las pequeñas bestias cumplía la función de guardería, allí es donde se recibían los bebés que serían utilizados para los cambios de piel, además del repositorio de pieles, órganos y ADN, el repositorio de donantes de órganos, el nivel en donde se entrenaba a las bestias que prestarían servicio en las torres y, el nivel de preparación de alimentos, en el cual se recibía faenaba a toda bestia que se encontrara en buenas condiciones para ser consumida y, el nivel principal, destinado a las soñadoras, que permitirían salud y vida eterna a los jerarcas y sus principales esbirros. 

Las torres, que funcionaban con energía solar y algunos derivados del petróleo, además poseían un parque y zonas de confort que se alimentaban con el agua capturaba de las nubes o que era traída en forma de bloques de hielo de las pocas zonas polares que quedaban en el planeta, lo que les obligaba a tener un vasto sistema de reciclaje que pasaba desde el uso humano del agua, al regadío. El agua que no se reutilizaba y los desechos corporales líquidos de los habitantes de las torres, iban a un pozo del que las bestias bebían abrevaban, la carne y desechos orgánicos eran lanzados desde las plataformas a otros pozos que se ubicaban bajo el anfiteatro de cristal, desde donde eran distribuidos a canales de alimentación, por eso las bestias deambulaban por allí, esperando lo que pudiera caerles. Este sistema funcionaba bajo un estricto balance y, solo cuando alguien moría, se evaluaba si era necesario reemplazarlo o no. Para el caso de necesitar reemplazos, al fallecer cualquier persona de la torre, se retiraba el chip de memoria que se instalaba en sus cuerpos al ingresar y este chip se guardaba en la cúpula, junto con las muestras de semillas, de ADN humano y todo lo necesario para volver a comenzar, si las condiciones lo ameritaban. 

Sobre las torres había una cuarta construcción que se adosaba a éstas por largos tentáculos de metal. Era una inmensa nave desmontable, una especie de arca en que vivían los integrantes de la Honorable Mesa Directiva. Esta nave fue pensada para evacuar a los principales jerarcas ante un posible colapso de las torres y también era auto sostenible. Solo la mesa directiva, Norman y su hija tenías conocimiento de esto. Los obreros que operaban los controles solo sabían lo necesario. Nadie tenía una educación que le permitiera suponer, investigar o averiguar cómo funcionaba todo. Entre los habitantes de las torres de lujo, muy pocos recordaban algo de lo que habían aprendido, por lo que se los clasificaba como analfabetos funcionales, dedicados al ocio o entretenciones vacías que cada año debían ser renovadas para mantenerlos complacidos a cambio de entregar a las torres lo que necesitaban para seguir viviendo.

 LAS BESTIAS 

Las torres fueron terminadas justo cuando comenzaron las grandes hambrunas y llegaron las peores pandemias. Para entonces, fuerzas especiales del ejército fueron destinadas a trasladar a los escogidos, y a toda persona considerada indispensable, a las torres o a las tres zonas de perímetro alrededor de varios kilómetros de extensión. A los pocos años de funcionamiento, el ganado seleccionado para las torres murió afectado por la altura, debido a lo cual los integrantes de las Honorables Mesas Directivas decidieron que la gente que habitaba a los pies de las torres no recibirían más alimentos elaborados y que se les entregaría solo lo suficiente para sobrevivir, tampoco se les volverían a entregar medicamentos, alimentos, vestuario o elementos de higiene y que solo se les arrojarían desechos. Había que deshumanizar a esas personas, para que descendieran al nivel de bestias y así poder transformarlas en el ganado que alimentaría a los habitantes de las torres. Esa fue una época en que el canibalismo se hizo parte de la vida de la gente en las torres y de las mismas bestias. En tierra, abajo, inmensas sequías arrasaban con todo, los animales se habían extinguido hace mucho y la gente se alimentaba de insectos y de los desechos de las torres, que cada cierto tiempo caían desde la altura. 

 Con el tiempo los científicos construyeron pequeñas naves personalizadas con largos tentáculos que utilizaban para bajar de las torres y capturar a las bestias necesarias para la continuidad del personal, de los alimentos y trasplantes. También, cada cierto tiempo salían del perímetro para capturar nuevas bestias para evitar el cruce entre parientes consanguíneos que podía llevar a desordenes genéticos. Una vez que se capturaban nuevas bestias para renovar el patrón de cruzas, se les instalaba un chip que servía para monitorearlas y para detectar a las que tuvieran cualquier problema de salud o genético que pudiera perjudicar a su ganado y, por lo mismo, se tomó la costumbre de, cada cierto tiempo, abrir las compuertas de los muros perimetrales para que entrara nuevo ganado por sí mismo. El primero de los tres perímetros comenzó a funcionada como zona de cuarentena, el segundo de adaptación y el tercero, como zona de acopio y cacería. Con el tiempo, la gente de las torres necesitó en qué ocupar su ocio. Ya no les bastaban los parques acuáticos, los gimnasios ni los jardines en las nubes, necesitaban algo diferente que les permitiera sacar afuera el estrés y esto los llevó a organizar jornadas de cacería en las que participaban los principales jerarcas, que capturaban y asesinaban bestias solo por placer. En las torres se organizaron enfrentamientos y castigos al más puro estilo de los coliseos romanos. Incluso organizaron enfrentamientos entre bestias por comida, verdaderos espectáculos de muerte. En ese anfiteatro Norman fue atacado por una de las bestias. 

Una de las desventajas de vivir en las nubes era la mayor cercanía a un sol, cuyos rayos ultravioleta resultaban muy dañinos para la piel. Por esta razón las torres estaban cubiertas de kilómetros y kilómetros de cristal impregnado de filtros UV que debían ser renovados de forma continua y, a pesar de que eran eficientes como protección, de todas formas, no servían para proteger a los jerarcas de siglos y siglos de desgaste acumulado. Para solucionar este problema derivado de el alargamiento de las vidas (no de inmortalidad) Norman elaboró la solución perfecta: de las bestias extraídas en la infancia y criadas en la oscuridad, se obtendrían pieles sanas que servirían para renovar cada cien o doscientos años la de los jerarcas de las torres. Las pieles eran recogidas de niños genéticamente compatibles, los que recibían un trato especial, por su calidad de donantes. Nadie nunca los vio. Los criaban en ambientes aislados, porque no era agradable cohabitar con niñas y niños destinados a la muerte, aunque fueran pequeñas bestias. En estos sitios no era el alma de los niños lo que se cuidaba, era la calidad de su piel, lo que implicaba alimentación sana y balanceada, vitaminas y cuidados especiales. Una vez cumplidos los diez años, los infantes eran dormidos, desollados y sus pieles pasaban al banco de pieles que estaba en la cúpula de las torres, donde quedaban a resguardo, pues los cambios de piel eran un raro privilegio que obtenían solo los más leales. La tierna carne de los cuerpos de esos infantes no se desperdiciaba y era destinada al consumo humano y catalogada como una exquisitez. El banco de pieles y el de órganos eran empleados como mecanismos de dominación, así como los alimentos y la distribución de sueños. Nada era gratuito en las torres. Cada persona que allí vivía debía tener un propósito y si no cumplía a cabalidad, era eliminada. 

 Para tener acceso a los cambios de piel, los beneficiarios, además de demostrar una irrestricta obediencia a los principios morales de las tres torres, debían firmar documentos, ceder poderes, dominios, jurar lealtad, aislarse y someterse a ciclos de depuración, con el fin de evitar infecciones. A los jerarcas no les importaba de dónde provenían las pieles, solo les interesaba acceder a ellas apenas aparecieran los primeros síntomas de un posible cáncer de piel. Una roncha, una mancha, una verruga, cualquier signo era revisado y la persona era destinada a ser operada por uno de los cincuenta especialistas que existían para ello. Respecto a los trasplantes de órganos, había otro procedimiento, uno muy diferente, ya que debía hacerse desde una bestia adulta compatible al ser humano que lo necesitara y, por lo mismo, era mucho más complejos de conseguir. Algunas bestias eran criadas con estos fines, pero no siempre las había compatibles y, por lo mismo, algunos huéspedes murieron esperando la posibilidad de un trasplante y fue, por esto último, que se determinó que, en ocasiones, las aeronaves de recolección y cosecha podrían cruzar los tres muros que separaban a las torres de los sitios baldíos para buscar, entre las rocas y cuevas, a los candidatos idóneos para un trasplante. Los jerarcas de las torres sabían que había vida detrás de los muros, pero como era una corta vida de bestias, que a nadie le interesaba, a no ser que se los buscara donantes de órganos. Los jerarcas nunca informaron a los demás habitantes de las torres que existía una rústica civilización que se desarrollaba en forma paralela a la de las torres, una que sobrevivió al gran cataclismo, ya que podía implicar deserciones. Esta civilización solo fue respetada porque servía de banco de renovación de ADN y como repositorio de donantes de órganos. 

 LA REORGANIZACIÓN 

Cuando Norman falleció, este orden sostenido por siete siglos se quebró y los jerarcas de la Honorable Mesa Directiva debieron planificar una estrategia que les permitiera capacitar a los nuevos operarios que deberían dominar los saberes que Fabiola acumulaba, para luego deshacerse de ella, ya que dejar tanto poder en las manos de una mujer era muy peligroso. 

 Primero escogieron a varios varones de las torres de lujo, pero ninguno se interesó en capacitarse para asumir labores de responsabilidad y riesgo, por lo que debieron buscar, entre las bestias infantes, a las más dóciles e inteligentes para enseñarles esos oficios y tareas. Recién entonces recordaron que las bestias alguna vez fueron humanas y, revisando los estudios genéticos, encontraron varias con las capacidades necesarias para recibir un entrenamiento de mayor complejidad. Fabiola, por su parte, seleccionó bestias hembras para rodearse de otros seres de su género que le fueran seguidoras irrestrictas. Tras treinta años de formación, las y los aprendices comenzaron a trabajar con Fabiola quien, a su vez, logró poner en puestos clave a sus más confiables seguidores a cambio de promesas de poder. A la cúpula había logrado introducirse, pero no había logrado la confianza de los grandes jerarcas, que insistían en mantenerla en un estatus inferior, lo que sería el motivo de sus condenas a muerte, más adelante. 

 Para la fecha en que los aprendices se habían especializado en sus tareas y los jerarcas decidieron eliminar a Fabiola, ella les hizo saber que los aspectos cruciales del funcionamiento de las tres torres y de la cúpula no se los había enseñado a nadie y que todo el sistema dependía de claves y cifrados que solo ella conocía. Los jerarcas rieron ante tamaña inocencia. Le dijeron que todo su vida y sus pensamientos estaban grabados en el chip que llevaba en su cerebro y que podían acceder a ellos cuando lo desearan. Fabiola, a su vez, se rio de los jerarcas, ya que ella siempre supo que todo ser habitante de las torres debían implantarle un chip, pero que ella y su padre se lo sacaron a los pocos siglos de instalados y que los llevaban con ellos solo para aparentar y que jamás, nada de sus personas quedó grabado, pues fueron ellos mismos quienes concibieron y crearon estos mecanismos. Así como las bestias llevaban un chip de análisis y de grabación continua, los habitantes de las torres también los llevaban, aunque no lo sabían. Fabiola también se los había implantado, en secreto, a los principales jerarcas durante su estadía en la cúpula y se los hizo saber, y por eso mismo, hace tiempo que estaba al tanto de todos sus planes y se les había anticipado. A los grandes jerarcas se les heló la sangre. Habían sido vencidos incluso antes de comenzar su ofensiva. No había nada pudiera hacer. No estaban preparados para esto. El trabajo sucio siempre había descansado en Norman y su hija y eso les dio grandes ventajas y, así como Norman utilizó a su hija como a una herramienta eficaz y de alto rendimiento, Fabiola utilizó a su padre para aprender el manejo de las torres hasta en sus más ínfimos detalles, para luego apropiarse del complejo. En silencio se capacitó, estudió todo lo necesario y obedeció sin chistar cada acción y orden de su padre y él aprendió a confiar en ella, la sangre de su sangre. Incluso llegó a quererla, pero cuando Fabiola estuvo lista, lo eliminó sin el menor remordimiento. 

 Los grandes jerarcas decidieron correr el riesgo y ordenaron matarla de inmediato, pero cuando los guardias alzaron sus armas y dispararon a tres de ellos, quedó establecido quién gobernaría, desde ese momento, las tres torres. Otros dos jerarcas, que hace tiempo se habían ganado el odio de Fabiola, murieron en el acto. Fabiola activó los chips de destrucción, haciéndoles explotar la cabeza y sus restos saltaron sobre quienes allí estaban. El resto del grupo bajó la vista, firmó las cesiones de derechos y fueron destinados a la torre principal. 

 Poco a poco Fabiola fue eliminando a los antiguos jerarcas. Ella no quería un nuevo orden, quería apropiarse del orden ya existente y mejorarlo en su beneficio, por lo que siendo todavía más despiadada que sus antecesores, eliminó toda competencia y se rodeó de una nueva raza de esbirros surgidos de abajo, esbirros entrenados desde la infancia para servirla sin cuestionar nada y con ellos comenzó a planificar la construcción de androides que formarían parte de su guardia personal. Además, eliminó a las familias de sus enemigos, porque si algo había aprendido en los siglos de lecturas de historia y literatura, es que los descendientes de los enemigos de los dictadores siempre buscan venganza y ella no estaba dispuesta a ser un Atila, esperado a que la descendencia de sus enemigos viniera por ella. Los guardianes del antiguo régimen fueron los siguientes en ser eliminados y los sustituyó con una nueva generación de androides construidos con sus propias manos. Eso fue algo que ni su padre ni el honorable consejo habían previsto, porque estaban demasiado seguros de su poder, pero ella lo sabía por experiencia, sabía que nada es seguro entre los seres humanos y cuando comenzó a revisar el monitoreo y las estadísticas de las torres notó que, en un siglo de dictadura, la población había disminuido a la mitad. Para ella sostener setecientas seis personas era mucho más viable que las mil quinientas originales. Esta disminución de la población le permitió acceder a mejores cosechas, más agua y una organización menos caótica. La educación siguió siendo un privilegio permitido a unos pocos. 

 Luego de la gran purga no hubo caos en el complejo. La gente de las torres solo quería seguir viviendo tal como hasta ahora lo habían hecho y eso Fabiola se los iba a dar. Solo cambió el estatus de las mujeres. Hace siglos que veía preparando en secreto a varias para que gobernaran a su lado. Buscó a las más leales y confiables, a las que conoció cuando no tenía el poder que ahora detentaba, las llevó a su lado y con ellas reemplazó a los grandes jerarcas eliminados. 

 Otro cambio radical fue la eliminación del ocio, porque estaba derivando en desobediencia, estrés y destrucción, por lo que cada habitante de la torre de lujo tuvo que cumplir una función clara, fuera indispensable o no. Esto último lo decidió debido al rápido deterioro mental de muchos de los habitantes de las torres de lujo, que fueron exterminados porque sufrían de enfermedades neurodegenerativas producto de que no ejercitaron sus cerebros. Por lo mismo, también creó un grupo de científicas y científicos extraído de entre las bestias y los puso a trabajar en técnicas de regeneración neuronal, puesto que cuando el cerebro falla o muere, no hay nada que hacer por sus portadores. 

 Los experimentos comenzaron a llevarse a cabo en la torre de las soñadoras, en donde se utilizó a las bestias que habían sido criadas en condiciones idóneas. Con el tiempo descubrieron terapias de reemplazo neuronal y comenzaron a aplicarlas entre los habitantes de las torres de lujo que eran leales y cumplían con sus funciones y, junto con las terapias de reemplazo neuronal, se les fue implantando un nuevo chip de seguimiento en el cerebro, el que no podía ser removido y que detectaba patrones de pensamiento relacionados con la rebeldía y que tenían el poder de reventar el cerebro. Eran los mismos chips que Fabiola implantó antes de la purga a los grandes jerarcas. 

Cada día la vida en las torres se hacía más compleja. Muy pocos acataban de buena gana el nuevo orden, por lo que un día, cansada de tratar de hacer lo mejor por un montón de ignorantes mal agradecidos, Fabiola tomó la tajante decisión de eliminarlos a todos para crear una nueva raza de humanos educada de acuerdo a sus valores y creencias. Nuevamente acudió a las bestias y escogió a las mejores. Les entregó una educación brillante para que fueran el futuro que tanto necesitaba la humanidad, pero en los otros complejos no estuvieron de acuerdo con sus medidas y decidieron eliminarla, porque era una abominación. Las bestias nunca deberían subir al estatus de humanidad y menos reemplazar a los habitantes originales de las torres, porque si lo aceptaban, lo mismo les iba a ocurrir a ellos y, previendo este rechazo y un posible ataque en su contra, Fabiola informó de su descubrimiento a las Ilustres Mesas Directivas de las otras torres para congraciarse con ellas. Al enterarse que ella tenía la cura a sus peores miedos, el deterioro mental por tan largas vidas, decidieron postergar el exterminio de la torre número 51. Primero debían acceder a las claves de las terapias de renovación celular creados por el equipo de Fabiola y, para lograrlo, debían infiltrase en sus equipos. No querían invitarla, porque podía encontrar la forma de estudiarlos y eliminarlos, tal como lo hizo con los jerarcas de las otras torres y, por lo mismo, las reuniones que hicieron con ella y los dignatarios de las demás torres eran virtuales, para que nadie corriera peligro. Fue en una de estas reuniones que Fabiola les hizo saber que se negaba a compartir las técnicas desarrolladas, pero que estaba dispuesta a resetear neuronalmente a quien quisiera ir a sus torres. Nadie se atrevió. Sabían que, así como ellos pusieron chips de control en todos los habitantes de sus torres, Fabiola podía hacerlo con ellos, transformándolos en verdaderos caballos de troya. 

 Con el tiempo y no encontrando una solución plausible a estos problemas, los jerarcas de las Ilustres Mesas Directivas decidieron destruir el complejo 51 y solo una vez neutralizada, buscarían supervivientes entre los escombros para estudiarlos y descubrir los tratamientos creados. 

 Todo plan creado por un ser humano para sobrevivir y gobernar con poder absoluto termina transformándose en una pesadilla. Bien pueden afirmarlo grandes y pequeños personajes de la historia y Fabiola lo sabía. Había leído a Hypatia de Alejandría, Platón, Aristóteles, Maquiavelo, Rosseau, Orwell y siempre llegaba a la misma conclusión: toda forma de gobierno deriva en dictaduras. Todas las dictaduras emplean el terror y la muerte como armas. Todos los dictadores terminan siendo asesinados. Las bestias siempre terminan pareciéndose a los humanos y los humanos, siempre terminan transformándose en bestias. Las bestias políticas siempre terminan engordando, acomodándose, afianzándose en el poder y siempre terminan transformándose en lo que más odian y mientras más se niegan a reconocer esta realidad, más bestiales se tornan. Solo los otros, los de abajo son los que de manera inalterable hacen lo suyo y desaparecen, los que saben que solo viviendo el presente la vida tiene sentido, porque el futuro no existe. 

Finalmente, los jerarcas de las otras torres lanzaron sus misiles. Fabiola no tuvo tiempo de mover la nave. La nave, que estalló en pedazos, cayó sobre las torres, aplastando a todas las personas y bestias que allí se encontraban. Desde kilómetros de distancia se escuchó el estallido y se vio la inmensa nube de polvo que cubrió, por completo, los tres muros del perímetro. Apenas cayó la cúpula, otros cinco misiles destruyeron los cimientos de las torres que se derrumbaron, matando a todos sus habitantes. 

 Cuando los equipos de reconocimiento arribaron a revisar los escombros, una semana más tarde, solo encontraron quince chips. Fabiola los programó como carnada. Si ella no sobrevivía, nadie iba a sobrevivir. 


4. LA MUJER DE ARENA LA MUJER DE ARENA Cierto día, una mujer decidió dejar de existir. Decidió ser inmutable. Permanecer plana e inalterable, en un lugar seguro, en la periferia del tiempo y la vida humana. Permanecer en un margen de cristal granulado en donde nadie pudiera encontrarla jamás. Decidió dejar este cascarón humano y convertirse en arena. 

Durante los primeros siglos, la situación le fue notablemente cómoda. El tiempo, que antes ordenaba y regía su existencia, ya no existía. Solo danzaba entre los sinuosos interiores de un reloj que una que otra vez alguien daba vuelta, hasta que la olvidaron en una repisa, sobre una chimenea. Nunca supo cuánto pasó, hasta que un día un inmenso estruendo la hizo caer desparramada sobre un piso de maderos consumidos por las termitas, por cuyos espacios crecías finos hilos de hierbas. Entonces lo supo: el reloj de arena que la cobijó por tanto tiempo estaba roto. Volvió a escuchar, volvió a ver y volvió a sentir. Escuchó la lluvia escurriendo por el techo y las paredes de la casa; el viento, colándose por las rendijas de las puertas; las ventoleras y los huracanes, que parecían reinar, sobre todo. Fue testigo de cómo el agua se volvía charcos y los charcos ríos y cómo los ríos la arrastraban por calles hasta un inmenso dique de desechos humanos en el que lentamente se fue sumergiendo. Hubo días en que fue sequedad, otros en que se deslizó a través de las napas subterráneas, que la retenían y solidificaban. Días en que terribles terremotos que partían la tierra. Para entonces, ya no era la blanca de mujer granulada. Ahora era un espeso líquido percolado que, desde las napas subterráneas se deslizó hasta ríos que, en realidad eran hilos de agua que se consumían en la tierra seca y erosionada de un planeta muerto, un planeta que, como un inmenso reloj de arena rueda frío, imperturbable y silencioso, en la inmensidad del Universo.